Bajo las Ramblas un poco antes de que anochezca, con cara de felicidad y cuerpo abandonado. Tuerzo a la derecha para coger mi calle y me cruzo en la acera con dos chicas jovencísimas que van cogidas de la mano, una morena y la otra castaña, casi unas niñas. Me fijo en ellas, cruzamos nuestras miradas, se acercan, se paran delante de mí cogiditas de la mano y la chica de la izquierda, la morena, me pregunta si tengo un minuto para una pregunta cuántica. Me paro yo también, las contemplo unos segundos y les contesto que sí. La morena me pregunta que, si tuviese que elegir, con cuál de las dos me iría a la cama. La pregunta me hace sonreír. Les digo que vaya pregunta para esta hora del día. Me contesta que ya, pero bueno. Las miro como si de verdad tuviese que irme a la cama con ellas. No es fácil elegir, las dos son muy guapas. Me fijo en el pequeño lunar debajo de la boca de la morena, un poco a la izquierda. Me fijo en el pelo liso de la chica castaña, en sus labios y en cómo rehuye un poco mi mirada porque sabe que la estoy observando. Ni siquiera ha abierto la boca, no conozco su voz. Pero la elijo a ella sin saber por qué. Me iría con ella, le digo a su amiga morena. Y veo la cara de sorpresa de la chica sin voz mientras sigo mi camino y ellas también, cogiditas de la mano, mientras oigo cómo la morena le dice a la elegida: ¿lo ves como ya te lo decía yo? Y yo me voy contento y pienso en lo rara que es la vida y me pregunto si esas dos chiquillas serán amantes y por qué no salimos más a la calle con esa actitud tan fresca para hacernos preguntas cuánticas.