Algunas veces nos hemos preguntado por nuestras fascinaciones privadas y su correspondencia en la creación escénica más o menos heterodoxa. Hemos dejado de percibir el entorno al diseccionarlo y mirarlo con demasiado detenimiento. Y al rato, entre los restos de vasos de plástico sobre el suelo pegajoso a las cinco de la mañana a veces te sorprende alguna pregunta fundacional. Por ejemplo esta. De qué estamos hablando si decimos que nuestro foco de interés es la subjetividad individual como fuente de narrativas románticas, primarias y artificiales.
Lo que se ve es una colectividad hiper-emocionalizada. Es decir, se han inscrito capas y capas de emocionalidad sobre la subjetividad individual. El espectáculo, la mirada sobre el arte y el entretenimiento, no solo se han fundido y entremezclado de forma irrevocable. Sino que, todos ellos, han ido cargándose de miles de piezas dispares. Estas piezas se inscriben, desde su enloquecedora polifonía incesante, en un discurso “humanista”. Entre comillas o moviendo los dedos, es igual. Este “humanismo” no es ya el que conocimos con las luces y la revolución de las guillotinas. Este “humanismo” mutado, formado por la constelación infinita de piezas, posee una característica que probablemente sea la característica distintiva de una época que ya no espera ningún apocalipsis en una fecha señalada. Un apocalipsis que ocurrió en un momento del pasado que ignoramos. Esta característica presupone que esas piezas de las que hablamos, esas capas que cubren nuestra subjetividad, esconden bajo esa carga desproporcionada de emocionalidad el vacío. Pero este vacío, pensamos, no nos deshumaniza según el pensamiento clásico ilustrado. Este vacío nos coloca en un lugar que solo es oscuro aparentemente, que solo nos ciega con su luz aparentemente. Nos coloca en un filo, en un borde infinito que no divide nada ni nos lleva a caer en nada. Es este límite el territorio a explorar, que, por primera vez, no es paradójicamente ninguna terra ignota, ningún territorio por conquistar ni repoblar, ninguna Arcadia que recuperar. Esta hiper-emocionalidad es lo que queremos apuntar. No tenemos muy claro lo de salvar almas, lo de emancipar. Más bien optamos por las peleas de barro y las fantasías turísticas en todos esos lugares cuyo solo nombre nos remite a la ficción. Vivir el borde de la ficción, porque es exactamente el mismo que el borde de la realidad.