El Centro de cultura contemporánea Conde Duque acoge esta semana el estreno en Madrid del último trabajo de El Conde de Torrefiel, Una imagen interior. Hablamos con Pablo Gisbert sobre el origen de la pieza, la evolución del lenguaje de la compañía y el teatro del futuro.
Una imagen interior surge de un concepto acuñado por vosotros, que es el de ultraficción. ¿Puedes hablarme de ese concepto?
La conciencia humana viene con la conciencia de la muerte, a partir de saber que nos vamos a morir se activan una serie de miedos y unas reacciones para luchar contra esta idea. Lo que diferencia al Sapiens sapiens de un mono o de una lagartija es que tiene consciencia de la muerte propia y de la muerte de su comunidad. A partir de ese primer arranque surgen todo tipo de artefactos, mentiras, juegos, proyecciones, que son ficciones que crean el mundo: la ficción de las naciones, de la religión, la ficción del amor, la ficción del lenguaje, que es una herramienta tecnológica ficcional.
Millones y millones de capas de ficción creadas a partir de la consciencia del sapiens, como si fueran carreteras sobre carreteras. Como si fueran estratos y estratos de mentiras, de artefactos. El contexto del siglo XXI es el mismo de todos los siglos anteriores, pero cada vez son más las capas de artificialidad. Y la artificialidad se crea con arte. Se crea con imaginario, con canciones, con colores, con coreografías, con personajes y con antagonistas, se crea con himnos, con coros, con escenarios. La ficción solamente se crea con arte. La religión o la política solamente se plasman a partir de herramientas dramatúrgicas. Sin dramaturgia no hay política ni religión. Jesucristo o el Che Guevara, tienen un carácter épico-heroico porque están embadurnados por la ficción artificial, por la mentira que es la imaginación. El poder humano es la imaginación, que no lo tiene una rata, ni una cucaracha, ni un caballo. La potencia de desear la luna ha hecho que se creen los artefactos necesarios para ir a la luna.
Esta palabrita [ultraficción], entonces, nombra al contexto actual, que está formado por millones de capas de artificialidad. Más con la aparición de Internet, que es una capa brutal de ultraficción, y a partir de esa idea hemos creado una obra.
Creo que el tema de las ficciones que nos construimos para ordenar y soportar la vida ha estado siempre presente en vuestro trabajo, pero también creo que ha cambiado la manera en que lo tratáis ¿ha cambiado la forma en la que os posicionáis frente a estas ficciones?
Sí, claro. Menos mal que vamos cambiando según la edad, si no sería extraño. El posicionamiento que tengo yo con las ficciones ya no es solo de negación, como antes era, o de señalar moralmente cuál es buena y cuál es mala, sino también de aceptación. De saber que es imposible no vivir en la ficción. Seríamos ratas, cucarachas. Es imposible no tener un imaginario, no proyectarse en un futuro, no intentar, a partir de la abstracción, crear comunidades, o, a partir de la imagen, crear imaginarios. Lo que nos separa de las ratas y de las cucarachas, con la única perspectiva de comer y reproducirse, es la posibilidad de pactos ficcionales, pactos lingüísticos, pactos estatales, pactos artísticos, corrientes de pensamiento. El lenguaje que llevamos años construyendo, no es que se haya depurado, pero, sí, menos mal que ha cambiado. Ya no es tan imperativo, es más cauteloso y no es tan directo. No es tan incisivo, es más precavido, porque, bueno, el juicio moral es un poco peligroso.
Es difícil hablar de El conde de Torrefiel sin mencionar lo poco que se os puede ver en el Estado español y, sobre todo, en Madrid. Para quienes estamos aquí no ha sido fácil seguir vuestra evolución, hay muchas etapas que nos hemos perdido.
El teatro tiene esto que no tienen el cine, o la música, o las series, que están eternamente disponibles. Probablemente en Conde Duque nos va a ver gente que nunca ha visto la pieza del baloncesto, nunca ha visto Haneke, nunca ha visto La chica, nunca podrá ver La Plaza, ni Kultur, que la hicimos en pandemia, en la sala Réplika, con las butacas al 75%.
En teatro es imposible seguir la carrera de un artista. A mí me ha interesado ahora Joachim Trier, y he visto sus seis películas, quince años de trabajo, en una semana. Eso para nosotros es imposible. De hecho, espero que venga gente que nunca haya visto a El conde, porque también es interesante. Es un regalo para muy poca gente el de haber visto toda la evolución de una compañía. En nuestro caso, quienes han podido ver a El conde desde la pieza del baloncesto hasta ahora, que hay una evolución muy grande, serán 30 o 40 personas en el mundo.
¿Cómo crees que ha operado en vuestro lenguaje el hecho de haberse desarrollado en gran parte fuera de las fronteras del Estado español? Creo que Una imagen interior tiene la mirada puesta en conceptos muy universales, a los que no llega desde la anécdota local, sino desde situaciones que podrían suceder prácticamente en cualquier lugar.
Uno se desarrolla según uno vive y, si las giras nos han llevado a Tokio, al final intentas encontrar nexos más universales. Yo no niego que lo local sea interesante. Pero sí que es verdad que a mí me ha interesado siempre la filosofía, que hago una diferencia muy clara entre tradición y cultura, y que a mí las tradiciones no me interesan demasiado. Hoy en día la tradición está volviendo, sobre todo en la música. Hay mucho cantante que vuelve a un tipo de cante y lo hace vanguardia. A mí no me interesa mucho la tradición. No me emociona, esa es la palabra exacta. No me emocionan la religión, ni el folk, ni todo lo que tiene que ver con la cultura popular ancestral. Entonces las piezas de El conde sí son un poquito antropológicas, sociológicas, o filosóficas. Porque están en un contexto que no es folk, que no es pop, que no es tradición. Son ideas que pueden dialogar con cualquier persona, sea africana, sea americana, sea europea.
Recuerdo ver La posibilidad que desaparece frente al paisaje cuando se estrenó en el CDN, en 2015, dentro del ciclo El lugar sin límites, y asombrarme de que se hiciera referencia a cosas que habían pasado hacía poco tiempo, o a libros que habían salido al mercado muy poco antes. En ese momento pensé que una buena parte del valor de vuestro trabajo estaba justamente en eso: en diseccionar con lucidez algo que estaba todavía ocurriendo. Siento que Una imagen interior es una pieza mucho más atemporal, menos pegada a la actualidad.
Pero eso tiene que ver con la aparición de Internet. La aparición de la imprenta cambia la forma de comunicación y la aparición de Internet también. Las piezas de 2011, 12, 13, 14 o 15, están ancladas a una tierra y a un tiempo, pero eso es lo que hoy hace cualquier comentarista, cualquier youtuber, cualquier influencer o cualquier cronista de la realidad en cualquier streaming. Una pieza de teatro que es un streaming de la realidad, que comenta lo que está pasando, no me interesa nada. Hay un plano mucho más abstracto que a mí me emociona mucho más. Cuando alguien puede arrancarse desde el imaginario, desde la abstracción y desde la gravedad, y desde un tiempo mucho más extendido, y no desde el anclaje rutinario en la realidad.
Nuestras piezas al principio eran más twitch, tenían un golpe más publicitario. Haneke, o Observen, o La chica, eran como si fuera Twitter, o como si fuera Instagram. Y eran muy modernas para ese momento, pero, poco después, ya cualquier comentarista en Internet hacía eso. Hay que ofrecer algo que el demonio de Silicon Valley no pueda ofrecer, y eso, ahora, es un tiempo, es una poética que no sea de ataque, sino de otro tipo. Hoy en día lo más transgresor del mundo es la amabilidad. La transgresión de los 90, o de principios de los 2000, hasta el 15M, era el insulto, era el desacato, el desafío, la sangre, la violencia. Hoy en día puedes ver vídeos de decapitaciones, vídeos de violaciones, vídeos de asesinatos. La violencia está tan banalizada, y está tan practicada por los poderes políticos, que yo considero, ahora mismo, la amabilidad como un arma política brutal. No confío en la violencia porque no sirve de nada. Hacer un tipo de teatro ultra violento, igual a los periódicos, en los que se insulta todo el rato y se destruyen la comunicación y la humanidad, eso no me interesa nada. Aparte estoy en un momento vital diferente, estoy con dos niños pequeños, conviviendo con muchos niños todos los días. La rapidez y la inmediatez han matado toda humanidad, nosotros estamos en otra cosa.
Marshall McLuhan no conoció Internet, pero sí que habló de este cambio político, económico, tecnológico y social que fue la imprenta. La aparición de la imprenta cambió el mapa mental de la humanidad, e Internet es otra forma de imprenta digital. Es una especie de implosión viral de la comunicación, y esto inevitablemente tiene que cambiar el teatro. Pero por ahora todo lo que se hace es pre-internet. Al teatro le falta una revolución todavía. Todavía sigue con patrones del 2002, del 2001. Todavía no hay ningún artista que haya revolucionado el teatro como se debe. Yo veo las piezas, y tienen un tempo pre-pandémico. Y esto en las escuelas no se puede enseñar. Veo piezas grandes de grandes artistas, y también veo mucha gente en salas pequeñas, alternativas, pero todavía la forma estructural es de principios del siglo XXI. Estamos ya en el cuarto de siglo, casi en 2025, y todavía no se hace un teatro de 2025. Por eso la pieza Una imagen interior ha gustado muy poco y mucho también. Y eso es muy guay, está bien así.
En París, en Bruselas, nos han puesto como una gran obra maestra o una estafa total. Es interesante cómo la obra está en un terreno desconocido, porque no nos repetimos. No vamos a hacer algo como La plaza, que es un éxito, que la hemos hecho en el mundo entero, o Guerrilla, que son piezas de 2016 que van a estar de gira hasta 2025-26, no queremos repetir patrones. Esta pieza es extraña porque hemos roto una forma. Crea mucha turbulencia, y eso está guay, porque tenemos que buscar el teatro del 2025, o del 27, porque esto no está funcionando, los teatros no se están llenando. Hay una gran crisis en todo el planeta. Yo vi butacas vacías en el Palacio de los papas de Aviñón. La gente está más en otros contextos ficcionales como las series, como el porno, las películas, las plataformas de streaming, los videojuegos. En una ficción que no es la del teatro.
Al igual que la Iglesia era la casa de Dios y el parlamento era la casa del poder, el teatro era la casa de la ficción, del cuento, de la mentira. Y ya no lo es desde hace años. Cuando tenemos la necesidad de ficción, ya no vamos al teatro. La gente piensa “quiero a Dios: voy a una iglesia”, “quiero entrar en contextos políticos: voy a un partido político”, pero el teatro ya no es la casa de la ficción. Hay que plantearse por qué no, por qué se ha desplazado este deseo hacia otras cosas. Hay una razón económico-política, pero también tiene que ver con la lentitud.
El teatro ofrece algo viejo y sabio, y hoy en día se quiere algo rápido y joven. El teatro tiene que ver con un tiempo más parecido a un anciano: “vas a escucharme durante una hora”. En cambio todas las otras plataformas son: “voy a hablar, pero no me vas a entender, porque todo es rápido, entrecortado, corto, potente y joven”. El teatro es lento, sabio y tiene otro ritmo. Si tú escuchas la música de los 60 y escuchas la música actual, te das cuenta de que el ritmo es diferente, y el teatro tiene que adaptarse a esto o ir en contra de esto.
Por eso digo que hace falta una revolución. Y todavía no hay artistas, ni en España ni en el mundo, que hayan entendido esto. Tal vez están naciendo ahora o, tal vez, ahora mismo tienen diez años. Los que hemos nacido en los ochenta y los noventa hacemos teatro del siglo XX, y esto hay que pensarlo, porque en ninguna escuela se enseña. En las escuelas se repiten patrones del siglo XX, ritmos de Peter Handke, Pina Bausch, Peter Brook, Grotowski, Bertolt Brecht, que son artistazos, pero ha pasado algo fuerte, que es la aparición de Internet. El teatro no tiene público, solamente se llena si hay algún artista que tiene mucho éxito, pero esos son mecanismos industriales que no me interesan. Habría que hacer una asignatura que sea “Teatro del siglo XXI y revolución tecnológica-político-económica”, eso es un tema muy interesante, porque no se habla, la gente continúa copiando.
El amor ha cambiado, sí que hay parejas que han roto la monogamia heteronormativa y hay otras formas de familia, otras formas de comunidad, otras formas de amar. Pero el teatro sigue anclado al siglo XX. Igual que existe el heteropatriarcado, en el teatro existe el textocrado. El poder es del texto, todavía, cuando en la mente de alguien del siglo XXI ya no es la palabra lo más importante, es la imagen. Todavía no hay un teatro donde la imagen y la palabra estén al mismo nivel, ni Romeo Castellucci lo ha conseguido todavía. Igual que el heteropatriarcado somete a hombres y mujeres a una idea, el textocrado somete la teatralidad a la palabra. Y todos los elementos, las luces, la coreografía, el vestuario, la escenografía, la presencia del cuerpo, la erótica de los cuerpos, quedan completamente sometidos por la palabra, y es una mierda. O es lo que hay.
En esta pieza el título es claro: Una imagen interior es una voz interior, porque voz, palabra e imagen son lo mismo hoy en día. Hoy en día la imagen es un canal de deseo utilizado por el capitalismo, hay que saber que es así. Yo lo veo con mis hijos: hay que educarles para que sepan leer ya no palabras, sino imágenes. Educarles para que entiendan una partitura, una coreografía de imágenes, que no sean analfabetos. Porque vemos que hoy en día se vuelve al analfabetismo de la imagen, y esto el teatro tiene que saberlo, coño. El teatro tiene que saber cómo funciona el mundo hoy en día.
Cecilia Guelfi