Gerard Mortier

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La muerte de Gerard Mortier, ocurrida la noche del 8 al 9 de marzo, cierra uno de los capítulos más lamentables de nuestra vida cultural, que ha consistido en la persecución y derribo del hombre que ha dado fama mundial el Teatro Real, cuya irrelevancia antes de su venida era manifiesta, y ha traído a esta ciudad lo más avanzado e innovador del panaroma operístico consolidado. Lo mejor que ha quedado en Madrid del paso de Mortier ha sido la renovación del público y el acercamiento del Teatro a los ciudadanos y, especialmente, a la juventud.

 

La función de Alceste del día 9 se dedicó a su memoria y las banderas del Real ondearon a media asta. El actual Director general pronunció unas palabras y guardamos un minuto de silencio. Luego, para los aplausos del final, la orquesta subió al escenario y saludó, en un gesto de reconocimiento. En el vestíbulo principal del Real se proyectaron dos retratos de Mortier que, ayer, cuando volví, pensé que iba a encontrar de nuevo, pero habían sido retirados. Este, más un minúsculo espacio en su web, ha sido el homenaje que ha dedicado el Teatro Real a Gerard Mortier. La Dirección dice que están preparando algo, no sabemos aún exacamente qué, una especie de gala, en la que serán protagonistas los jóvenes

 

El rejuvenecimiento del público y la proyección internacional del Real -con varias óperas de producción propia que se representan en varios teatros del mundo-, caracterizaron su mandato desde 2010, año en que fue nombrado. Impresiona la enorme exigencia artística del Real en estos últimos años, y la coherencia con que han sido diseñedas las temporadas. Se ha señalado mucho en las necrológicas que Mortier tenía un plan, una especie de proyecto pedagógico y artístico, en base al cual se hacían las temporadas. No cabía la arbitrariedad.

 

Con Mortier han venido Bob Wilson, Peter Sellars, Warlikowski o Bill Viola, y mi último director de orquesta fetiche, el multidandi Teodor Currentzis, o el mismo Ivor Bolton, actual Director musical de la institución. Total, Madrid ha encabezado la transición de la ópera del siglo XX a la del XXI y el Teatro Real, al contrario que el resto de teatros medio-públicos de la ciudad, era un lugar de innovación en el que se recibían las mejores influencias de fuera. Una función del Real enseñaba más y, sobre todo, te hacía disfrutar más, que las diez últimas temporadas del Español y el CDN juntos. Es injusto hablar en pasado, pues todavía podrán verse algunas cosas la próxima temporada, aunque llama la atención que nombres de directores de escena y de orquesta cercanos a Mortier han ido cayendo de las programaciones.

 

Mortier reformó la Orquesta, y la dejó sin director fijo, con la intención de que ganara en versatilidad enfrentándose a todo tipo de batutas; y también el Coro, que dirige Andrés Máspero y es una agrupación muy sólida y valorada.

 

Al final, Mortier fue expulsado de mala manera una tarde que se encontraba fuera de España tratándose del cáncer que le había sido detectado y que le ha matado en menos de un año. Nunca tuvo buenas relaciones ni con Wert, ni con González, ni con Aguirre, ni con ninguno de estos, y se ganó además la enemistad del público más conservador, que aún así seguía yendo al teatro y -gracias debemos darle- pagando abonos. Este público ha demostrado ser bastante fiel a la casa de la Plaza de Oriente, y allí grita y se enfanda, pero sigue pagando. Mortier decía que había que proteger a la ópera de los amantes de la ópera, pero es muy dificil desnaturalizar tan radicalmente un sitio como el Real, en esa plaza y en frente de ese palacio. El Real sigue siendo un buen lugar de exposición y reunión. Pero eso sí, a la Ópera ha llegado un público nuevo, joven y con poco dinero, que tiene acceso a buenas localidades gracias al sistema de último minuto, que consiste en que cuatro horas antes de la función, las entradas que han sobrado ese día se rebajan un 90% para los menores de 30. Este público, en general, está satisfecho con el Real de los útlimos años. Yo, en mi caso, estoy exaltado. Pero, a la vez, es un público muy infiel, que perderá el interés por la ópera como el TR vuelva a las andadas.

 

También habría que hablar mal de Mortier, y citar defectos… Para eso, recomiendo un paseo por algunos foros de ópera en internet, algunas críticas de óperas en los medios, o mirar las noticias y entrevistas de El País en torno a la polémica que desembocó en su cese. En cuanto al asunto de sus asistentes, que tanto ha dado que hablar en el ámbito de lo frívolo y poco serio, en mí lo que despierta es aún más admiración. Se ha hablado del odio de Mortier a lo español, que quizás no sea más que una leyenda propiciada por el odio español a lo extranjero. Ha habido cantantes españoles en la producciones del Real, y el Teatro siempre ha dicho que su criterio de elección no es la nacionalidad. Han venido artistas de todos los países, y, además, el Real ha encargado óperas nuevas a compositores españoles.

 

Mortier tuvo tiempo de ver Brokeback Mountain, una ópera que había sido un empeño personal suyo. Al estreno de Alceste, con dirección de escena de Warlikowski y la batuta de Ivor Bolton, ya no pudo venir. El trabajo de Warlikowski es fino y muy divertido -dentro de que estamos ante una gran tragedia: El rey Admète está al borde de la muerte y el oráculo pide al pueblo de Tesalia una víctima a cambio de la vida de su rey; el coro, que representa al pueblo, huye en tromba del templo y deja sola a la reina Alceste, que decide ofrecerse ella misma en sacrifico, esto es, suicidarse.

 

Con una escenografía de polígono industrial, con grandes cristaleras opacas y una iluminación prodigiosa, Warlikowski trae la tragedia musical de Gluck, ambientada en Grecia, a un tiempo cercano, que podrían fácilmente ser los últimos años de Lady Di. El coro está presente en casi toda la obra, y su trabajo es muy bueno. Angela Denoke, que interpreta a Alceste, tiene momentos sublimes, no solamente en lo musical, sino también en lo interpretativo, igual que Paul Groves (Admète): ambos se conjugan de maravilla con el resto de elementos que ha repartido minuciosamente Warlikowski por la escena. Willard White, que interpreta al Sumo Sacerdote en el primer acto y a Thanatos en el último, es mesura, delicadeza y poder. La orquesta, dirigida por un Ivor Bolton de muchos matices, se desenvolvió con la pericia acostumbrada.

 

No quiero entrar en profundidad en la dirección de Warlikowski, que me fascinó después de vencer una disposición negativa que yo sentía hacia él, porque va a ser muy largo y el motivo de estas letras es la muerte de Mortier. Pero sí quiero aconsejar a todo el que lea esto que vaya corriendo al Real, se saque la entrada de útimo minuto o la que quiera y se meta a ver Alceste, preferiblemente con el primer reparto, que, para mí, se aviene mejor a lo que ha organizado Warlikowski.

 

Mortier ha sido el intelectual que nunca tuvo buenas relaciones con los jefes políticos, el hombre culto, a cuyo alrededor crecieron muchos artistas, y que creyó que el arte y la ópera eran patrimonio de todos los ciudadanos. Si bien es cierto que un sector del público madrileñó nunca lo tragó, hay que recordar también que una gran parte acogió con muchísima aceptación su trabajo; y por mucho que las Autoridades quieran degradar el Real a la altura del resto de teatros de la ciudad, al menos nos quedará el recuerdo de lo que por aquí ha pasado en estos años.

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