Fin del verano. La tierra abierta, recién arada y húmeda por las primeras lluvias. Fin de ciclo. Lo de dentro sale afuera, lo hondo se hace superficie.
Abandonamos la protección del teatro. Y entonces… ¿qué? El paisaje pelado de las tierras aradas se apropia de nuestros cuerpos. En el espacio abierto no hay direcciones, no hay puntos de fuga: solo aire, distancia y posibilidad. Nuestros cuerpos acostumbrados a responder a una dirección; nuestros cuerpos construidos a base de capas de cultura; nuestros cuerpos preñados de lenguaje; nuestros acostumbrados al foco; nuestros cuerpos repletos de lo ya sabido; nuestros cuerpos…están ahora perdidos en la vastedad del paisaje. Expuestos a la luz del día no podemos hacer otra cosa que errar como ciegos.
En esa rendición está el principio: el espacio manda y nuestros cuerpos están a su servicio. Aunque ahora, recién salidos a la intemperie, no alcancemos más que a hundirnos en los surcos abiertos. El peso de todo lo que llevamos puesto hace difícil mantenerse en pie. Los pies pesan y se enredan con la tierra. No hay dirección que seguir ni mirada a la que obedecer. Ahora solo hay pérdida, resistencia y agitación.
El paisaje demuestra su dominio. Nuestros cuerpos son lo que se escurre entre el peso del cielo y el poder sólido del suelo. Deslizarse, arrastrarse, erguirse y caer, volver a erguirse y volver a caer, andar sobre las rodillas, echar las manos al suelo, hundirse, trepar…hasta dar con el origen primero del baile.
Jaime Conde-Salazar