La danza teatral en las culturas occidentales se ha definido como un hecho fundamentalmente visual: nos metemos en la sala para mirar a lo lejos y desde la oscuridad. El precio que se paga por ver es la distancia. Este hecho obvio ha establecido una economía que exige que los que entran en el teatro permanezcan separados. Sin embargo, el baile, mucho más sabio y antiguo que la danza, nunca ha hecho caso de esta separación obligada y, a través del abrazo, de lo común, del jugueteo, etc., ha encontrado formas para permitir que los cuerpos eludan lo puramente visual y desarrollen maneras de acción compartida que desobedecen sistemáticamente al mandato de la imagen. En este «Que nos quiten lo bailao» nos gustaría explorar la posibilidad de hacer juntos, de bailar sin tener en cuenta la separación que impone el ojo. Y, para ello, vamos a meterle mano a «La consagración de la primavera», la obra de Nizhinsky y Stravinsky en la que, por primera vez, se prescindió de las jerarquías escénicas del ballet y todos los cuerpos en escena parecían formar parte del mismo baile. No se trata de comentar, rehacer o explicar aquella obra perdida que acaba de cumplir cien años de su estreno. Se trata más bien de tomarla como excusa para imaginar la posibilidad de un baile compartido en el que su propia desaparición se convierta en motivo de celebración profunda y radical. El sacrificio está en la alegría de participar en un evento que nunca volverá a repetirse y que sólo ocurrirá en nuestras carnes.
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