Vermeer de Delft, Mujer dormida, 1667, Metropolitan Museum of Art, Nueva York
Se ha quedado reposando después de comer. Los hombres se han marchado pero ella no se ha levantado: acodada en la mesa, se echa un siestecita y en ese estado de duermevela en el que es imposible distinguir el sueño de la vigilia, ocurre la epifanía. Pero aquí no hay dioses, ni héroes, ni escenas sagradas, ni santos, ni rompimientos de gloria. Aquí lo que se manifiestan son las cosas del mundo: la ligereza del sueño hace que la alfombra, las porcelanas, los vidrios, las frutas, las telas, la luz de la tarde, la puerta entreabierta, la habitación contigua… se escapen de la psique de la mujer y aparezcan ante nuestros ojos en forma de imagen. Es una visión que se ve con los ojos cerrados, o lo que es lo mismo, que se ve con el resto de los sentidos: la suavidad de la lana, el olor de la fruta, el calorcillo de los últimos rayos de sol, los ruiditos distantes en la habitación de al lado.
El sueño de la siesta no nos lleva a lugares extraños, sino a algo así como “las sensaciones físicas de estar en el mundo” (que diría Ángel González de la mano de Juan Navarro Baldeweg). Al contrario de lo que sucede con el sueño profundo, en la siesta las cosas pueden llegar a mezclarse y confundirse: la realidad ablanda sus límites, se hace porosa y por los poros comienzan a colarse las imágenes que vienen de nuestra mente. Entonces, en duermevela, aparece la posibilidad de un tipo raro de conocimiento en el que las sensaciones físicas, las visiones internas y el lenguaje se combinan de forma aparentemente caprichosa sin que nosotros, personas en estado de siesta, podamos hacer nada. En ese momento se produce una extraña unión con el mundo en la que se revela toda su perfección y descubrimos la certeza de que aquello nos ocurrió y de que todo lo que invoquemos se realizará para gozo de aquellos que se atrevan a echarse una siesta.