Mariano Fortuny Marsal, “Idilio”, 1868, Museo del Prado
No fue grande la sorpresa cuando, hace muchos años, estudiando la literatura griega, descubrí que la felicidad se alimentaba de bienes materiales, por así decir, y que ser feliz era, en el fondo, «tener más», tener tierras, casas, esclavos, ánforas, vestidos. Todo ello servía para asegurar la siempre inestable y frágil existencia. Era, pues, natural que la vida sustentada en el cuerpo, en sus necesidades, en su salud, encontrase una forma de equilibrio en esas cosas «reales», que ayudaban a defenderla y afirmarla.
… El «bienestar» se debía, efectivamente, a la ausencia de angustia y preocupación por el «bientener». Esa era la primera lección de la implacable naturaleza que exigía, sin cesar, su diario tributo de alimentos, que señalaban la estructura real e imprescindible de la indigente corporeidad.
…El bienestar se transformó en «bienser». La instalación casi exclusiva en la felicidad que descansaba en el mundo de las cosas, se hizo presente en el mundo de los sentimientos. Una serie de palabras empezaron a describir, en la literatura griega, ese equilibrio, esa sensatez, esa alegría que provenía de los inescrutados territorios de la mismidad. Un sentimiento de paz interior que se conformaba con poco, con poder acallar la voz de la carne que exige el alimento, la luz y el aire para seguir latiendo, tal como enseñaba Epicuro.
Es verdad que estas mínimas pertenencias eran, al fin y al cabo, una metáfora que describía los límites precisos de la naturaleza más allá de los cuales se corrompía la existencia. La verdadera democratización del cuerpo y de la vida exigía, pues, el respeto a esa corporeidad que necesitaba alimentarse, poder sentir, poder entender y poder percibir la vida como «energía y alegría».
Emilio Lledó, Elogio de la infelicidad