Olvido

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El Tripi me llama para que baje al rellano de la escalera en la celda de abajo. Voy. Me lo encuentro con Lorena que está sentadita en un peldaño. Hombre, Lorena, ¿qué tal? No se acuerda de mí, la hija de puta. Se acuerda de Dorothy, se acuerda de Richarte, se acuerda de Mi Protegida, se acuerda de La China, se acuerda del Tripi, hace años que lo sigue con su Almak-x, dice que qué guay que últimamente parece que las cosas le comienzan a ir bien, ya era hora, pero la muy zorra no se acuerda de mí y mira que nos hemos visto veces y siempre me saluda. No me lo puedo creer, lo está haciendo a posta, la muy capulla, me quiere hundir. ¿Nos damos dos besos ya o qué? Pues no me suenas nada nada, sigue. Vale ya, ¿no? Ya está bien, joder.

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El infierno

Núria, casi desnuda, sólo lleva unas bragas que son como unos calzoncillos de tío, blancos, está en cuclillas delante del portal de La Celda, como ida. Viene de visitar a su abuela, seguro. Siempre me alegro de verla pero prefiero no saludarla para no molestarla.

¡Cómo a cambiado La Celda! Ya no hay paredes ni ventanas ni pisos ni puertas. Las celdas están unas juntas con las otras, en horizontal, se sabe que estás en una u otra porque los muebles las delimitan. Al fondo, la playa, el mar. Es de noche. Entro en La Celda. Me encuentro con Tom, el camarero, con un colega. Quieren rodar algo en mi casa o hacer una sesión de fotos o algo así, no le entiendo muy bien pero me da igual porque me doy cuenta de que estoy a punto de dejarles hacer y eso no puede ser, joder, no puede ser que entren en Mi Celda por la puta cara, sin consultarme y se pongan a hacer lo que les dé la gana. Que no, hombre, que no, lo siento mucho pero vosotros os vais de aquí ahora mismo. He dicho ahora mismo. Se van, pero de mala leche y discutiendo, ¿te lo puedes creer? Malditos hijos de puta. Salgo un rato porque tengo que salir. Bueno, un rato… Salgo toda la noche. Y cuando vuelvo me encuentro toda la cama revuelta y encharcada como si algún maldito bastardo le hubiese tirado un par de cubos de agua. La madre que los parió, cabrones.

Yo ya no puedo más, tíos, es que ya no sé qué coño hacer, creo que no me queda más remedio que pirarme de aquí, esto es el puto infierno. El puto infierno, macho.

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Carrera por etapas

Formo parte de un pequeño equipo que participa en una carrera por etapas muy larga que atraviesa La Santa. A la altura de la antigua Shadows paramos para comer. Nos tomamos nuestro tiempo, primer plato, segundo plato y postre, nos gusta comer bien y tranquilos. Pero eso es un error competitivo porque el resto de los equipos pican algo y salen corriendo casi sin despedirse. Cuando eso pasa pienso que da igual, que el tiempo que nosotros perdemos se compensará con el que ellos perderán en otro momento, como pasa en Fórmula 1 cuando todos los pilotos tienen que parar en algún momento para repostar o para cambiar las ruedas. Pero ni siquiera tengo muy claro cómo funciona la Fórmula 1 y comienzo a sospechar que nos estamos quedando atrás.

Cuando volvemos a la carrera me avanzo un poco a mi equipo, para inspeccionar, y me encuentro con unos que ya han finalizado la prueba, que termina con la construcción de un edificio que debe cumplir con las reglas expresadas en una gráfica que no acabo de comprender del todo. El edificio de este equipo es una pasada. Tiene tres torres cilíndricas y mide quince metros. Flipo de que lo hayan podido construir en el tiempo que hemos invertido nosotros para comer. ¿Lo traían ya prefabricado? Los tipos se toman ahora un café tranquilamente en una zona de descanso con su flamante gráfica enmarcada en la pared.

Entonces, como en un sueño, alguien me da la noticia de que Mi Protegida ha muerto. Todo se vuelve oscuro, lloro como si tuviese una catarata en los ojos y alguien me da un ramo de flores para que lo abrace con todas mis fuerzas hasta que las flores se deshacen en mis brazos.

Montserrat Caballé canta desde el lateral de la iglesia abarrotada. Me encuentro en el altar, de su lado. Caballé canta con un micro que falla de golpe y su voz se convierte en un grito desafinado como el de Sonia Gómez en el videoclip de Txalo.

El técnico de sonido se disculpa encogiendo los hombros desde la mesa de mezclas, en el lateral opuesto de la iglesia. Caballé le pide con la mano que suba el volumen para poder acabar con la canción.

Nos encontramos gente que hace mucho tiempo que no nos vemos. Me sorprendo cuando me doy cuenta que me siento sobre las rodillas y que, a mi lado, alguien adopta la misma posición. O al revés. ¿Nos imitamos?

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eXtreme Programming

Ensayo con Anna una sonata de Clementi para dos pianos que no me acaba de gustar. Demasiado rococó para mi gusto, bastante cursi. Además no me siento a gusto con el piano, es excesivamente blando y resbaladizo, se me escapan notas. Ferdinand dirige el ensayo desde fuera. Lo pasamos una vez y luego comentamos. Anna me critica que me encuentra demasiado estático, no camino. Tiene razón, me suele ocurrir, sobre todo al principio, me convierto en prisionero del tempo, demasiado mecánico, luego le pierdo el respeto y avanzo mejor, más libre, pero es como si necesitase primero privarme de libertad, situarme en una posición de esclavitud, para a continuación, harto de las cadenas, cuando ya no puedo más, rebelarme y huir, sintiendo aún un poco el peso del yugo en mis hombros. ¿Pero por qué no ser libre siempre, desde el principio? ¿No nos ahorraríamos así todo ese sufrimiento inútil? ¿O no es inútil, en realidad?

Ferdinand interrumpe mi monólogo interior para proponer que toquemos juntos una sonata para cuatro manos de Mozart. A vista, yo en el bajo. Debo tirar de mi oído para seguir las progresiones armónicas y no equivocarme demasiado de notas porque soy algo lento en la lectura a vista. En el segundo movimiento me sorprendo unos instantes leyendo la indicación que encabeza la partitura: Hasta el infinito. ¡Eso no puede ser de Mozart! ¿O sí? No tengo tiempo de pensarlo porque Ferdinand se pone en marcha y yo lo sigo.

Cuando acabamos el ensayo, mientras recojo mis cosas, se acerca una mujer de unos sesenta años que me habla en inglés y que me dice que le ha interesado mucho nuestro trabajo y que quiere proponerme una actuación en el Carnegie Hall de Nueva York. Muy soprendido de lo que me dice esta señora pienso que está loca o me está tomando el pelo y le contesto que, para contratarme, debería hablar con mi manager: Marta Oliveras. Casi indignada, supongo que porque con esta maniobra lo que acabo de conseguir es sacármela de encima (me molesta ese tipo de conversación sobre ganado, no puedo evitarlo) casi me grita que Marta Oliveras no es de ninguna manera mi manager. Entonces yo la mando a la mierda diciéndo que si Marta Oliveras no es mi manager, ella tampoco debe ser la programadora del Carnegie Hall. No te jode.

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Los modernos

Penetro en una catedral en la que jamás había estado antes. Al fondo veo mi piano negro con un manto rojo por encima, iluminado. Un actor (lo sé porque lo he reconocido de alguna película española) me saluda como si nos conociésemos (no estoy seguro) y me indica cómo llegar al verdadero altar. Se encuentra en una capilla situada a la izquierda de lo que parece mi piano (es que no estoy seguro pero se parece tanto). Me dirijo al altar y me encuentro con lo que parecen dos entradas a la capilla, ocultas detrás de unas gruesas cortinas negras. Parece un after. Escojo la de la izquierda y atravieso un pasillo que baja por una rampa hasta un espacio enorme y vacío por el que pasean algunos otros visitantes. Saludo a La Creadora, que viene hacia mí de vuelta, charlando animadamente con un hombre delgado y larguirucho. Cuando llego al final de la sala me doy cuenta de que he perdido mi chaqueta. Deshago el camino hasta encontrarme de nuevo a La Creadora y le pregunto si ha visto mi chaqueta. No la ha visto. Nos interrumpe el actor-guía. Dice que me he equivocado de puerta. Yo he seguido sus indicaciones. Se ríe. Me ha liado a posta, me estaba gastando una broma. Me río por cortesía pero no conecto demasiado con su sentido del humor. Me acompaña hasta la otra puerta, atravieso la cortina negra y me paro para mirar dentro de la bolsa que llevo cruzada. La chaqueta está ahí. Sigo hasta la capilla donde está el altar, atravesando otra sala similar a la que ya he visto en la otra puerta. Pero en esta hay unas chicas vestidas como colegialas japonesas rodeando lo que parece un piano blanco. Paso de largo para contemplar la capilla, que me parece una mierda de capilla con una mierda de altar. Entonces vuelvo enseguida, justo para ver cómo una de las chicas perfora lo que parece un piano (pero no lo es) con un taladro que, una vez clavado, traslada horizontalmente hacia la derecha creando un surco brutal que extrae una melodía del piano de puta madre, de canción pop. Mientras, otra chica canta la misma melodía susurrando desde un micro. Mientras avanzo hacia la escena, fascinado, otra de las chicas, con una cara durísima, me mira fíjamente con unos ojos enormes, sonriendo, de pie encima del escenario. Cuando ya no puedo más, aparto la mirada. Ya estoy en primera fila, entregado. Entonces todas se ponen a cantar una canción sobre Barcelona y me sorprendo porque estoy muy lejos de allí. Y la canción sigue, metiéndose con los artistas modernos de Barcelona, gritando y bailando. Y ahí la cagan y la situación pierde todo interés. No hay nada que soporte menos que unos artistillas modernos cagándose en los artistillas modernos. Y me voy.

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La rosca

Para conseguir el visado para Kazakstán exigen cien mil requisitos pero sobre todo uno: hacerle la rosca al cónsul y caerle bien. ¿Y quién es el cónsul? El Quijote, el del Instituto Cervantes de cierta ciudad brasileña, a quien no soporto. Vamos de fiesta recorriendo todos los garitos de la ciudad pero soy incapaz de tener la más mínima empatía con el tipo. A la mañana siguiente, de empalme, nos presentamos en el consulado. Nos hacen esperar toda la mañana sin dignarse a atendernos. Luego nos reúnen y nos explican que mañana, si hacemos de nuevo la cola y traemos toda la documentación necesaria, incluida la invitación de un residente de allí, no habrá problema para conseguir el visado. No habrá problema para nadie excepto para mí, que quedo excluído porque no cabe nadie más en el grupo que atenderán mañana. Debo esperarme a pasado. A la mierda. Paso de Kazakstán y de su puto cónsul. Podría esperarme pero no me da la gana. Está claro que si no le hago la rosca no hay visado. Pues prefiero quedarme sin visado. Kazakstán no es tan importante. Nada es tan importante si hay que hacer la rosca. Se lo explico a Shangay Mirinda, que va con Klaus. No sé qué haré con el tiempo que acabo de liberar pero tampoco me preocupa demasiado.

En La Celda juego a tenis contra mi compañera de celda, amiga de El Quijote y de Carmen Caffarel. Ella es una gran jugadora pero yo me defiendo y poco a poco comienzo a soltar golpes ganadores. Entonces, con la ayuda de Caffarel, que hace de juez de silla, mi compañera de celda comienza a hacer trampas cada vez más evidentes. No me lo puedo creer pero descubro un rostro oculto bajo una apariencia angelical de chica rubia de ojos azules. Me gana, claro. El Quijote pregunta el resultado. Les digo que he perdido yo, pero el alma, e inmediatamente pienso en decirle a mi compañera que se vaya buscando otro sitio donde vivir, donde pueda hacerle la rosca al cónsul más a gusto. En Mi Celda ya no será. Pero luego me acobardo y pienso en lo que cuesta el puto alquiler y decido encontrar antes a alguien con quien compartirlo. Tampoco yo soy tan noble. Además, la venganza es un plato que se sirve frío.

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Musa en excedencia

Una pareja artística, chico y chica, comparten mesa conmigo y con Mi Protegida. Acabamos de visitar la exposición de fotografías enormes tamaño póster. Pregunto por su relación, se miran con complicidad y media sonrisa. Sospecho que son hermanos. Son hermanos. También.

Contraportada de Coses que et passen a Barcelona quan tens 30 anys, de Llucia Ramis

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Este es nuestro tesoro

Entro en La Celda y me encuentro a 20 personas dentro escuchando a un hombre encorbatado. Pregunto qué está pasando y me informa que hace ya tres días que debería haber abandonado la casa. No puede ser. Pero por lo visto sí que puedo ser. Creía que aún podía quedarme hasta mayo pero el pingüino me informa que ha expirado el plazo. No me han informado, no he recibido ninguna carta. Estoy en la puta calle. Estudiarán mi caso.

Mi tesoro

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Este vestido baila

Escenario

Actuamos en ceremonias religiosas, en iglesias. Ramón, Lolita, Ludvik y yo. Ramón se viste de novia, está gracioso con su mostacho. Yo llevo falda sin ropa interior. Colocan el piano en el altar, un piano vertical, no debe haber presupuesto para uno de cola. El teclado oculto a la vista del público, así puedo ver a Ludvik durante la representación. Bueno, este punto no está claro porque de pronto aparece La Creadora y gira el piano 180 grados, el teclado queda ahora a la vista del público y el pianista puede contemplar ahora a Lolita. Me molesta que La Creadora organice el escenario. Se me levanta la falda, que tiene algo de vuelo.

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Boy

Mi Protegida lee un libro de Juan Marsé. Lleva puestos unos auriculares blancos, como de ipod. Me pasa el libro abierto por la página que está leyendo. También me pasa los auriculares. Me los pongo y leo. Escucho a Juan Marsé leyendo en voz alta su propio libro, esa misma página. No recuerdo haber escuchado nunca su voz. Parece una grabación de un directo, es decir, se escuchan sonidos de fondo que parecen provenir de un público. Imagino a Juan Marsé ante el micrófono mientras mi vista sigue el texto que él recita. Me extraña este tipo de audiolibro. Me fascina.

Comparto piso con unas chicas. Shangay Mirinda me visita para echarme un cable. Viene acompañada de Klaus. Me da la impresión que todos sus amigos se parecen, hay algo en su forma de actuar, de hablar, de moverse que los iguala. Me traen vino, unas botellas de tinto, de Cenicero, Rioja. Pero tienen prisa y se van.

Mis compañeras de piso son tímidas. No sé si es culpa suya o mía pero de tan huidizas no soy capaz de ver sus caras con claridad. Sobre todo la de una de ellas, la que pasa más tiempo en la casa, la Heroína. Lleva el pelo largo, con flequillo. Por mucho que lo intento es difícil verle la cara. Aunque le hable, buscando mantener una conversación. Se mueve constantemente, se gira, me oculta su rostro. Sé que poco a poco se relajará y no le importará mostrármelo. Además sé que es muy guapa. Y ella también lo sabe.

Sigo un impulso incontrolable y me tiro por una ventana que da al patio de luces, como si fuese Tarzán, más bien Boy, agarrándome de las cuerdas verdes de las persianas, que son de las antiguas, como si fuesen lianas. Y en dos segundos, como si volase, estoy en el patio del vecino del local de abajo, Richarte. Entro en su casa y lo sorprendo sentado tranquilamente en su sofá mientras lee el periódico. Me disculpo por la intromisión y salgo a la calle.

Boy en El Paraíso

Boy en El Paraíso

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