No es la primera vez que me pasa que acabo en la cama con alguien y no soy capaz de recordar cómo hemos llegado hasta aquí. Esta vez todo es blanco. Las sábanas son blancas, las paredes son blancas, la habitación inmensa es blanca, es un local a pie de calle, desde fuera entra una luz blanca de primera hora de la mañana, la Niña Roja está a mi lado, es blanca y lleva unas braguitas blancas. La despierto acariciándole el pelo, se pone de rodillas encima de mí, le doy un beso en uno de sus pezoncitos y se ríe. Se me pone muy dura. Nos miramos como si no nos hubiésemos visto nunca. Nos hemos visto mil veces pero nunca en la cama, los dos solos y casi desnudos.
Entonces oímos un ruido enfrente de la cama, un poco más allá, aparece una chica que ha abierto la puerta de la calle con su llave y entra como pedro por su casa. Me levanto para cerrar la puerta corredera que nos separa de esa parte de la sala y vuelvo corriendo a la cama. Pero la otra puerta, a la izquierda de la cama, se abre y aparece un montón de mujeres vestidas con chándal, que hablan holandés y se instalan en las colchonetas que están esparcidas por la sala. Y comienzan a pasarse pelotas de plástico hinchable, como las de ir a la playa, y a jugar y reírse entre ellas.
Se nos acabó el tiempo. Había que darse prisa pero no lo sabíamos. ¿Quién se podía esperar esto?