Se trata de hacer fotos en espacios exteriores. Entrar en un garaje y disparar encuadrando un coche en su plaza de párking, la puerta de salida y un trozo de pared de la plaza vacía que está al lado. Luego salir afuera y fotografiar un grafitti mientras dos tipos lo están pintando. El tren, el mar, la playa, las calles que encuentro volviendo a La Celda. Luego las monto en una secuencia lógica y entonces viene lo más difícil porque voy a dibujar cada foto copiándolas del original. Y yo no tengo ni idea de dibujar. No dibujo desde primaria. Pero no hace falta ser un pintor del Renacimiento para lo que pretendo. Es cuestión de ponerse.
En el lavabo de La Santa me encuentro con un tipo joven pelirrojo y barbudo que se dirige hacia mí en catalán mientras fumo un poco de maría alejado de las miradas curiosas. El tipo está sentado en el hueco de la ventana que da al patio sin parar de hablar con acento extranjero. Yo sólo digo algo de vez en cuando para seguirle la corriente y que siga hablando a ver si consigo descubrir de dónde viene ese acento tan raro porque por lo demás el tipo habla un catalán perfecto. Debe de ser del norte o más bien del este de Europa. La gente del este suele aprender rápido nuestros idiomas. Al final le pregunto de dónde es. Me responde que de aquí y me pide una calada.
Voy a cenar en el piso de arriba de una cabaña de madera. Somos cuatro para cenar pero la mesa es enorme, con espacio para muchos más. Pero es porque hay muchos más invitados. Lo que pasa es que no se ven. Van subiendo en un goteo incesante envueltos en una luz de color, algunos azul, otros verde, amarillo, rojo. Se saludan, caminan por la estancia, se sientan a nuestro lado, hablan y se ríen pero parece que solo yo los estoy viendo. Aunque me cuesta de creer ya no me sorprendo.