Estoy a punto de salir de Alemania. Justo pasado el control del aeropuerto una señora se acerca a mí y me pregunta si le vendo una bolsa que llevo medio rota. Me lo pienso y le contesto que se la regalo. Está muy vieja, ya apenas la utilizo y para que se muera de asco mejor regalarla a alguien a quien, por lo visto, le gusta y le dará uso. La mujer me ayuda a vaciarla. Va colocando los jerseys y otra ropa con un orden prusiano. Tanto que, por un momento, no veo alguna prenda y desconfío de ella por si me está robando. Pero no. Es honrada conmigo.
De viaje con Ramón, le ayudo a montar. Salgo un momento a buscar algo al patio, un patio inmenso pero cerrado. Allí me encuentro con otra mujer mayor. Me pide que la acompañe. Le digo que estoy ayudando a Ramón, que estoy muy ocupado, que no puedo. Ella ni se inmuta, me coge del brazo y me dice que lo que sea que esté haciendo con Ramón puede esperar. Tiene razón. Luego me habla del Morer, de su pista de tenis, de aquellos años de mi infancia. Tengo la impresión de haber estado ya allí, en ese patio rojo y señorial.