Recuerdo la extraña sensación que me producía adentrarme en aquel local, bajar al primer semisótano, comprar la entrada y continuar bajando por una escalera agobiante, (decorada con azulejos de colores, trozos de espejos, y lámparas pasadas de época), que se hundía aún más en el subsuelo de la ciudad como una especie de mina urbana; la escalera desembocaba en un rellano-distribuidor que te permitía ver la pista de baile, la barra con la misma línea decorativa, los baños y el reservado.
Mis pensamientos aquí suelen ser borrosos, siempre presente la oscuridad, el calor asfixiante, la masa humana danzante, ese terrible olor a tabaco pasado mezclado con alcohol en proceso de descomposición, paredes de moqueta roja y negra donde ese olor se impregnaba y un techo bajo dividido en varios planos. Al fondo la cabina del Dj y justo al lado un graderío, que siempre se encontraba en la más absoluta obscuridad; en el centro de la estancia la pista de baile rodeada de cuatro robustas columnas.
Toda la iluminación del local se concentraba en la pista, unos focos fijos con tres o cuatro colores, una bola de cristal con espejitos minúsculos que proyectaba reflejos de luz en todos los rincones de aquel antro y uno de esos aparatos de cabeza circular que giran a toda velocidad desprendiendo efectos lumínicos cutres pero que podían acompañar cualquier tipo de ritmo. Entre los efectos lumínicos los más modernos eran los flashes de intensidad epiléptica y un aparato de rayos láser que emitía un color esmeralda intenso y que sólo utilizaban en los momentos más apoteósicos de la noche.
Siempre conocí aquel lugar como una discoteca, una especie de madriguera perversa donde no era raro ver a gente manteniendo relaciones sexuales, consumiendo todo tipo de sustancias, quemando la pista, intercambiando parejas, gritando por el volumen del sonido, sonriendo de manera exagerada e interpretando un personaje oculto y misterioso. Todo el mundo excepto los románticos podía “pillar cacho”. Todo el mundo excepto los románticos odiaban aquel ambiente.
Uno de esos fines de semana que se prolongan mucho mas allá de la resaca del domingo, decidimos ir al mismo lugar en el que habíamos habitado la noche anterior. Sorprendentemente aquello ya no era una discoteca, seguía el mismo olor nauseabundo de alcohol y tabaco, continuaba aquella decoración lúgubre de espejos, lamparas pasadas de moda y moqueta en las paredes de color rojo y negro, pero ahora al lugar se le habían añadido mesas bajas acompañadas de sillones liliputienses con unos horribles centros de flores y un pequeño candil a modo lámpara, que albergaba una moribunda vela, la cual me recordaba irremediablemente a la “mesa de noche” que tenía mi abuela al lado de su cama. Aparentemente aquello era ahora un cabaret y como tal nos disponíamos a disfrutar de un espectáculo de variedades.
Nos situamos junto a la barra en las mismas banquetas que habíamos utilizado la noche anterior, tomamos los mismos combinados que habíamos pedido por rondas tan sólo unas horas atrás y esperamos al comienzo del espectáculo. Aquel sótano estaba ahora prácticamente vacío, un marinero recién llegado buscando un poco de sexo ambiguo, un grupo de matrimonios de mediana edad celebrando cualquier cosa, algún extranjero con aire decepcionado por la decadencia de las vacaciones y nosotros, éramos el público que nos disponíamos a disfrutar show.
La pista de baile ahora un escenario.
Llegado el momento un señor travestido se presentó ante el público y comenzó a cantar “Estrella del Rock” de Mina. Durante los acordes de aquella canción desgarradora de la “Tigresa de Cremona” la mujer masculina del escenario nos clavaba la mirada e interpretaba cada palabra como si fuera la última que diría en su vida, con esa pasión que sólo algunas personas tienen ante sus divas.
Es algo más, es algo más
pero que quieres; ¿que mas esperabas de mi?
vivía por ti, y en cambio tu no
tu vas por la vida de estrella del Rock
…
Al escuchar los primeros compás de “Wild is the wind” encerrado en el habitáculo del peepshow, todos aquellos recuerdos se presentaron ante mi. Los espejos, el agobiante espacio, los colores rojo y negro de las paredes suelo y techo, la iluminación tenue, la sensación de que ese olor nauseabundo a tabaco y alcohol también había habitado este lugar y la extraña sensación nuevamente.
La visión ante el cristal se intuía irreal, como si mis pensamientos hubieran estilizado aquellos momentos convirtiéndolo en un bello espectáculo ambiguo, donde otra mujer masculina, se presentaba ante mi pero esta vez para ofrecerme una serie de movimiento, contorsiones, espasmos, estiramientos y transformaciones de su cuerpo, derrochando la misma pasión que sólo las divas son capaces de transmitir.
Se perfectamente que desde el otro lado del cristal el danzante no me puede ver, pero, en un simple segundo, nuestros ojos se miran fijamente y es como la puerta de entrada de una especie de nostalgia, que abre ante mi un panorama de recuerdos olvidados.
jose j*TORRES
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