Crímenes de la presencia. Apuntes sobre Pieza sin mí de Constanza Brnčić, por Roberto Fratini Serafidi

Pieza sin mí de Constanza Brnčić se presenta en el Antic Teatre del 10 al 20 de octubre.

Nunca se ha prestado la adecuada generosidad semántica a una palabra – pieza – que, adoptada ampliamente como sinónimo de espectáculo o performance, no parece describir en sí una unidad fenoménica compacta, un mundo exento y autorreferente de ficciones o “veredicciones” escénicas. Le atañe si acaso la noción de pedazo, parte, fragmento, retal, escombro, sección, eslabón. Habla de residuo, remedo y zurcido. La pieza así concebida puede personarse ante nuestro sólo faltándole o fallándole al todo que integraba y del que se desprendió. Es un gesto difuso de fetichismo teatrológico acogerse al dogma de que la pieza represente la totalidad que ha perdido y la ha perdido. Por supuesto, la teatrología sería más sexy si se aviniera a tratar al espectador como un fetichista de la realidad.

Mercancía robada, desencaje de algo que está donde no debería, eso es una pieza. Los teatros existen porque al mundo se le ha perdido algo. Al menos a un primer nivel, Pieza sin mí asume la labor paradójica de tematizar y explicitar (de explicar, incluso) esta empresa piramidal de privaciones, expolios y pérdidas. No cae siquiera en la tentación de amañar una ontología de la ausencia, porque “ausencia” es sólo la última de las sábanas arrojadas, para hacerlo visible, sobre el espectro de la presencia – aquel fantasma que empezó a patearse las murallas de Elsinore la noche que Hamlet se metió a performer -. Pieza sin mí (sin título, sin mis cosas, sin mi tiempo, sin mi voz) devana toda una fenomenología del déficit, del agujero en balance, de la falla; de una miseria, para ser precisos, infinitamente más interesante que la Sancta Paupertas venerada por todas las órdenes del franciscanismo teatral-coreográfico.

En italiano, de palabras pasadas de moda como straccione (de straccio, “trapo”) o pezzente (de pezza, “pieza” o “pedazo”), solían tildarse aquellos indigentes que incumpliesen los requisitos de dignidad de una Pobreza mayúscula, redonda, grata a Dios y ejemplar. El pezzente había por definición renunciado a representar lo que fuera; a representar, sobre todo, esos “valores” inmateriales de los que supuestamente le colmaría la privación de valores y poderes más tangibles. Se le trataba de pezzente porque todo, en él, era jirón, lembo, harapo, incongruencia (en este aspecto, fue literalmente un pezzente el primer Arlequín). La única destreza que se le reconociera era saber modular sin reparo, sentado como un “fuera de lugar” en las entradas de las iglesias, la letanía obscena de la privación; de transformar en significante molesto (el pedir reincidente del pedigüeño) el significado edificante de la benevolencia cristiana. Haciendo la caridad se estaba en resumidas cuentas pagando al artista de la carencia para que desistiera de su recital acuciante.

Effacé es la palabra que, en la nomenclatura del ballet señala la ocultación, el subsumirse en el plano horizontal de un segmento del cuerpo. Etimológicamente, y de acuerdo con una gramática visual vertebrada por normas de frontalidad y despliegue, un effacé hará que algo desatienda la facialidad canónica de la figura. Si nos tomamos la libertad de traducir literalmente effacé como desfachado o descarado, es porque estos adjetivos, ambos indicativos de una simbólica ausencia de cara, suelen aplicarse a quien viene demasiado de frente: a quien da la cara como si no tuviera una. En un sentido muy general, el effacé reproduce la norma del apóstrofe clásico que era, en retórica el dicterio vehemente en segunda persona (como cuando, en medio del alegato, el abogado dirigía abruptamente rostro y palabra al acusado). Apostrophéin en griego antiguo señalaba un cambio drástico de orientación. La raíz se sigue utilizando en un conjunto de palabras que señalan la repelencia de todo cuanto nos obliga a desviar la mirada. Apostrophé era a su vez, en pintura, la frontalidad excepcional de ciertos rostros, que de golpe parecían mirar directamente al espectador, revocando una regla narrativa (la de los vasos, por ejemplo) que exigía que todos los personajes se representaran e identificaran de perfil. Los forajidos geométricos puestos a salirse del cuadro para dar la cara eran tradicionalmente quienes, de acuerdo con la escena representada, estaban faltándose o fallándose a sí mismos (locos, moribundos, ebrios, salidos); quienes estaban dejando de ser lo que se esperaba o creía. Nada es más insolente que la mengua de una subjetividad escondida, apocada, menguante. Y nada es más teatral: del sujeto en bancarrota diremos regularmente que está “dando espectáculo de sí”.

Pieza sin mí habla, celebrándolo, de este defecto de presencia (que es también una ausencia defectuosa, por no decir viciosa): de la desfachatez deportiva de escabullirse, escaquearse, refugiarse en el fracaso “poniéndose en evidencia”. Y nos recuerda que la labor llamada creación pide a quien la emprende la agilidad impensable de saber no estar, y la torpeza de no saber estar. También nos recuerda que la diferencia entre un artista y un creativo, si vale la tesis de Giorgio Agamben, es la misma que entre la inefable potencia de no hacer (o, en su peor versión, la impotencia que todos los artistas experimentan), y un asertivo, tosco poder de realización. T.S. Eliot describía la poesía más como un acto de autonegación que como una aventura de abnegación: ser completamente ausente a la obra sería, en este sentido, el más inalcanzable de los anhelos creativos. No hay que confundirse: el anhelo en cuestión no tiene nada que ver con la “muerte del autor” tan cacareada por los evangelios estructuralistas. En nuestra estampa de desapariciones y piezas faltantes, cualquiera (también el artista) al rol de cadáver preferirá el de asesino; el rol, en suma, de quien “se ha salido” – o así cree -.

La obra es una escena del crimen. Con total independencia del carácter del perpetrador (organizado, pasional, deliberado), en la escena del crimen, que es sustancialmente el escenario de un drama sólo deducible, todo tiene potencialmente sentido (todo es potencialmente punctum), porque nada lo tiene, al menos mientras nadie se ocupe de aprehenderlo, numerarlo, catalogarlo, investirlo de carisma probatorio. No hay en suma detalle, en el teatro de los hechos, que no sea significativo, porque incluso los detalles más aleatorios y marginales extraen su promesa de sentido de la doble ausencia de algo o de alguien. En la situación criminológicamente más típica, la escena del crimen será finalmente todo cuanto admita ser constelado en el intervalo (¿de espacio? ¿De tiempo?) que se abre entre la ausencia de un vivo (el criminal) y la presencia de un muerto (la víctima). El primero está más acá de la escena (y cuando le pillen fingirá a destajo no haber actuado en ella), el segundo más allá (como cadáver, tiene la desventaja terminal de no poder siquiera hacerse la víctima). Ambos están, por decirlo así, desubicados y a destiempo: uno por exceso de significado (demasiado fantasma), el otro por exceso de significante (demasiado fiambre); Ambos encarnan (o desencarnan) un anacronismo fundamental. El autor de la escena no sabrá nunca con exactitud en cuál personarse, o a cuál asemejarse de estos defectos especulares. Tentado por ambos, sentirá que sólo puede estar al precio de ser cadáver, y que ser vivo equivale a no estar. La frase “Yo no he hecho nada” no le será de ningún consuelo. Aun así, estará disculpándose todo el tiempo.

Si de algo habla Pieza sin mí, es de la autoría como robo, rapto, crimen de la presencia. El hurto hecho con talento ha tenido lugar siempre antes del momento en que se lo constata: su autoría, proverbialmente desconocida, sólo ha existido eclipsándose. Por eso, creo, una parte considerable de la labor dinámica de Constanza es, aquí, hacer gestos y salir todo el tiempo de ellos: como quien tira una piedra y esconde la mano; como quien invoca sólo para revocar. Las imágenes cruzan por el cuerpo, pasando como ráfagas, sin quedarse. Robarlas y perderlas son, en este caso, sinónimos.

Porque en este caso la criminal, la que roba ha hecho sobre todo amago de robarse, atraparse, capturarse a sí misma – dentro y fuera de la ficción -. En condiciones normales este ademán ágil y furtivo la convertiría simplemente en autora de las mil versiones y flexiones de los hechos que otros se afanarán a restituir. Pero en su caso, la condición de “estar diciendo que no está” la aboca a un laberinto de autorreflexiones y versiones de sí: a implicarse todo el tiempo en el gesto de explicar. Como quien no sabe irse sin más; como quien vuelve sobre sus propias palabras; como quien se oculta en su propia imagen, camuflándose por multiplicación en la redundancia caleidoscópica, en la psicastenia de una mirror box. Psicastenia legendaria – para utilizar la expresión de Roger Caillois – porque de las legendas (las cosas a leer) no se da propiamente lectura: sólo cuento y recuento, tergiversación y reinvención, amagos de lecturas posibles. Donde hay mito no hay propiamente re-ligión.  Cuando aparece como eclosión de desdoblamientos y refracciones, el cuerpo de Constanza es a su vez corpus de narración: Pieza sin mí es materia de espejismos, ecos, esquirlas, astillas – algo que naufraga en su propio reflejo.

En un marco, el de la performance, donde durante décadas se ha entonado con melodiosa honradez la musiquita de la identidad y la letanía de la presencia, Pieza sin mí está atravesada de cabo a rabo por el desconcierto (el des-concierto) de un discurso que se solapa a sí mismo como una versión de los hechos incapaz de ser descriptiva. Constanza ha intuido que nada es más urgente que socavar el dogma del crédito, y los desmanes de auto-acreditación que vertebran la liturgia de la performance.

Por eso mismo, la materia existencial cuya restitución se persigue a lo largo de todo el trabajo, y en la que Constanza aparece como hija y como madre, es bastante más, aquí, – o bastante menos – que un pretexto o un motivo autobiográfico. Haciéndose autora insolvente de un recuerdo personal, Constanza está afirmando implícitamente que no hay autoría que no comparta drásticamente las paradojas de la memoria. Si es verdad que somos autores de nuestras memorias, en los objetos, escenas y estampas que las conforman somos casi invariablemente víctimas de la vida que nos dieron, figurantes de un drama que no elegimos. También los recuerdos más poderosos son los que nos acosan muy a pesar nuestro. Y volvemos a ser, ante este acoso, analistas muy defectuosos de un coacervo de indicios que no nos cansamos de reordenar: impidiéndonos recordarlas con eficacia, el hecho de ya no estar en las anécdotas de nuestra vida, es también paradójicamente lo que nos permite, o nos obliga, a recordarlas. No hay patrimonio memorial: hay, como mucho, botín. Como cualquier botín, los recuerdos no pertenecen, en sentido estricto, ni siquiera a quien afirma tenerlos. En ellos estamos arrinconados, inquietos, reincidentes y desequilibrados, terminantemente torpes como Bruce Nauman en su corner pieces.

Alguien ha dicho que la historia de nuestra cultura es la crónica de una contracción progresiva del espíritu trágico a mano de una comedia creciente que, al expandirse, se vuelve cada vez más irresistiblemente triste. En la ficción policíaca del recuerdo, cualquier reconstrucción de los hechos o petición de responsabilidad se subsumirá en la sensación de que el defendant es sobre todo sospechoso de reírse de nosotros. Como en La chute de Camus, donde todo se hunde en una risa de la muerte (y en la sospecha de una muerte burlona), porque la risa resta credibilidad tanto a su objeto como al sujeto que la ríe.

Recordar tiene que ver más con el espacio que con el tiempo; en el recuerdo todo un tiempo intenta constelarse como espacio, devolverse en una “escena” mientras solo se revuelve en el espacio angosto, la esquinita del presente. No consigue nunca cumplirse como gesto, pero se reinicia infinitamente como balbuceo y conatum. Materializarlo sólo contribuye a que pierda claridad y distinción, como un reflujo borroso de cosas nunca del todo digeridas, que se dicen vomitándose. No hay sustancia en el recuerdo, porque una sustancia es precisamente lo que falta a la cohesión de sus residuos. Todas las secuencias de piezas sin mí hacen referencia a algo común que, sin embargo, siempre está sustraído, postergado, arrebatado. Nada confunde más que una confesión que se ha retractado mil veces antes de haberse siquiera transcrito, hecha enteramente de borrones imprecisos (de esos que dejan halos en el papel) y cuentas nuevas – o cuentos nuevos –

En este aspecto, el recuerdo es menos restitución que rendición. Prueba de un exilio (el pasado es la tierra de la que fuimos expulsados; o la escena de la que nos salvamos por piernas), la memoria real no se parece en nada a la catedral de un temps retrouvé; se asemeja más bien a un museo de la rendición incondicional – la hermosa expresión que Dubravka Ugresič usó para resumir sus vivencias de exiliada -. Asimismo, nuestro pasado  será siempre pasado próximo: un atajo verbal (y un verbo auxiliar) pensado para mecernos en la ilusión de tener algo, cuando el pasado es irreparablemente depósito de objetos perdidos. Este mismo pasado próximo es el ajuar miserable de cualquier gesto de creación. No hay autor que no finja tener en su haber lo que no supo encontrar. No hay autor – el performer menos que todos – que no sea un fingidor. Su imperativo categórico siempre será “haz algo como si no lo hicieras tú”.

Así pues, recordando estaremos generalmente intentando ser ventrílocuos de nosotros mismos. No es casual que precisamente el ventrilóquio, la engastromythia (literalmente la capacidad de “relatar” desde el vientre) fuera el modo de verbalización preferente de las praxis necrománticas; y que quienes dominaban esta destreza, los necromantes y médiums de todas las latitudes, fueran a su vez charlatanes capaces de producir como ficción barata y sugerente aquella sincronización de presente y pasado que era la sustancia misma de cualquier diálogo entre vivo y muertos.

Todo reviene al vientre, que es donde desaparece, donde se pierde de la forma más literal y menos literaria la parte de mundo que hacemos más literalmente nuestra. No es de extrañar, por eso,  que en el mismísimo ombligo temporal de Pieza sin mí,  Constanza juegue con la iconografía (o la icono-stasis) de la maternidad – la más misteriosas de las autorías -. Porque tener hijos es perderlos: se materializan desde el vientre como ficciones demasiado concretas para poder contarlas, o para poder contar con ellas. Ser madre es como hacer una creación que se escapa de todo control. Constanza se vuelve esta figura mayestática y tambaleante a la vez, que sólo puede estar en una posición (la madre de un arquetipo de cuño masculino); que no está suficientemente presente como para quedarse, ni suficientemente ausente como para irse. El proverbial pulso del instinto maternal está hecho, a su vez, de inversiones permanentes, re-voluciones o reversiones de un instinto de fuga. Y cuando se da, resulta del encuentro amoroso, paradójico, incluso hilarante, entre dos destiempos, porque ninguna escena es más inmemorial que la tragedia intrauterina: nadie más que el feto estaría en condición de decir qué significa estar sin estar. Nadie, al mismo tiempo, es más ignorante, o más desmemoriado que él, porque no necesitar ninguna memoria era la clave de su bienestar orgánico. Nacer es zambullirse a un abismo entre saber y vivencia. Ser muy imperfectamente criaturas, habiendo perdido la gaya ciencia de serlo, es en fin de cuentas la herida que nos condena – genitores artistas autores – a crear. Gastaremos un capital variable de respiro en conatos moderadamente risibles de sincronización.

Roberto Fratini Serafidi