Hannah Wilke
A menudo recuerdo que la escritura de narrativa y la escritura de teatro son incompatibles. Lo dice la Historia de la Literatura.
“Le pido una y otra vez a Bill Kennedy que me diga un solo americano capaz de escribir novelas y además buenos textos teatrales. Uno solo. Ni él ni yo podemos mencionar un americano. Hasta a Henry James se le dio mal. Lo intentó hasta tres veces y cada intento era peor que el anterior. Pero creo que yo tengo algo a mi favor: escribo buenos diálogos, son dinámicos, no se quedan estancados”.
Toni Morrison se mostraba optimista sobre la posibilidad de escribir narrativa y teatro de manera simultánea, o por lo menos alternada. Pero poco después de estrenar su primer texto teatral, Dreaming Emmett (1986), requisó todas las grabaciones del espectáculo y todas las copias del texto y las destruyó. Una vez más, un escritor sentía que fracasaba en el intento de habitar los dos territorios.
Al igual que Toni Morrison cuando le preguntaron por qué se atrevía con los dos géneros, yo también intento tranquilizarme a mí misma, y me digo que tengo claves para no verme obligada a desprenderme de uno de los dos. Soy incapaz de enumerarlas porque suenan muy poco convincentes, y no quiero que nada me distraiga en mi afán de tropezar de nuevo con la misma piedra -qué buena canción de Julio Iglesias-. Pero sí quiero apuntar tres cosas que me hacen pensar que la palabra escrita para escena y la palabra escrita para lectura pueden ordenarse y compartir espacio en una mesa.
1) Creo que el punto de partida es similar. Alain Badiou, en Elogio del teatro, dice:
“El texto de teatro, sea cual sea su procedencia, está destinado, dirigido a un público. Ahora bien, esta situación es totalmente opuesta a la de la lectura, que es la confrontación silenciosa entre un sujeto y un texto, un tipo de captación íntima. El texto de teatro tiene en común con el del orador, político, jurídico o sagrado, que quiere captar el interés de un auditorio quizá rebelde o dividido. Diría gustosamente que así como la potencia del texto literario es insinuante, ligada a una temporalidad extendida y secreta, la del texto teatral es frontal, ligada a la presencia inmediata de aquel que lo profiere. A fin de cuentas, la oposición entre el silencio de signos negros sobre la página blanca y la música de la voz que resuena en una sala es esencial”. (Elogio del teatro, Continta Me Tienes, p.76)
Sí y no. Badiou habla de la soledad de la escritura y de la soledad del lector. Pero siempre que se escribe se alza la voz para alcanzar a los demás, y se siente el pavor a perder el interés de los convocados. El papel lo aguanta todo, pero al corregir y revisar se experimenta el malestar eléctrico de la sala de ensayo, los días antes del estreno. Más prisa, más eficacia, más excelencia: es el reclamo que nos hacemos y que nos sabemos incapaces de cumplir.
Una vez vi Un artista del hambre, de Kafka, encarnado a la manera de un monólogo teatral, en el cuerpo y voz de Juan Ceacero, dirigido por Luis d´Ors, en la sala Mirto, un recóndito espacio entre las calles imprevisibles del barrio de Tetuán. Juan y Luis no habían tocado una coma del texto de Kafka. Sin embargo cada palabra suplicaba nuestra atención tal y como hace un actor que se presenta ante el público. El autor no quiere estar solo, aunque se recluya para comenzar a dibujar la aventura sobre el papel o en la pantalla. Se aleja para poder explicar mejor, al igual que el actor necesita tomar perspectiva para poder ser observado, y así comprobar si la sala lo acompaña en el viaje que propone.
Ayer encontré esto en El buen soldado, de Ford Madox Ford:
“Soy consciente de haber contado esta historia con muy poco orden, de manera que tal vez resulte difícil encontrar el camino por lo que quizá no sea más que una especie de laberinto. No está en mi mano evitarlo. Me he atenido a la idea de que me encuentro en una casa de campo con un silencioso oyente que, entre las ráfagas de viento y los ruidos del lejano mar, va escuchando la historia a medida que brota de mis labios”. (El buen soldado, Bruguera, p. 205).
2) A veces, en algunas novelas en las que narrador y escritor se identifican de forma explícita, y que indagan territorio biográfico, sucede que en el texto se nos ofrece también el relato de una acción llevada a cabo a raíz del proceso de escritura; un rito necesario para avanzar en la narración. Esta performatividad aplicada me fascina, porque de golpe y sin previo aviso hemos sido invitados a una nueva forma artística que no sospechábamos cuando abrimos el libro: somos espectadores, aunque sea “de oídas”. Y es que, de hecho, no hay performance o arte de acción sin el relato que acompaña la acción en sí; cada performance tiene vocación de mito, puesto que traza una muesca en el tiempo: por primera vez de forma premeditada alguien hizo esto, tantas veces, aquí, sin más fin que hacerlo.
En la novela Lo que a nadie le importa, de Sergio del Molino, se nos cuenta la historia de José Molina, abuelo del escritor, paradigma de la generación de nuestros abuelos: aclimatado a una mediocridad forzosa, José participó en la Batalla del Ebro sin haber escogido el bando, fue dependiente de aquel El Corte Inglés que se estratificó sobre España, y guardó las distancias con su esposa. En la página 85 de la novela, el narrador, su nieto, viaja al lugar de la batalla:
“He viajado a la Terra Alta para completar el avance que mi abuelo interrumpió al recibir un disparo. Quiero cruzar la calzada que él no llegó a atravesar. Me ha costado mucho localizar el punto aproximado donde fue herido […] Me detengo un momento en la raya discontinua y sigo avanzando hasta el arcén, hasta que rompo el frente. He atravesado la cicatriz de José Molina”. (Lo que a nadie le importa, Literatura Random House, págs. 85-86).
Otro caso: Selva Almada, en Chicas muertas, rastrea la pista de tres jóvenes desaparecidas. Acude varias veces, sin saber muy bien por qué, a consultar a una médium para que le ofrezca su versión de lo sucedido, e incluye en la novela las sesiones con ella.
Quiero coleccionar más casos como estos, y algún día escribiré un ensayo: Una performance en una novela. Escritores en acción, o algo así.
3)Durante la corrección de Los primeros días de Pompeya, la novela con la que vuelvo al género después de catorce años de teatro –y algún relato breve-, desde la editorial me proponían poner en cursiva la palabra performance. Yo misma había dudado al utilizarla. Se ha parodiado tanto que una siente que, más allá de un reducido círculo familiarizado con el término, es imposible tomarla en serio. Pero no había más remedio que hacerlo; quería hablar de performance, de un gesto similar a un verso o a unas notas musicales. Para ello, amparada por la ficción, resucité a la performer Hannah Wilke, americana feminista de los años 70, poderosa y polémica sacerdotisa de sí misma. Hannah viene a vivir a Madrid y se instala en un piso vecino al de la narradora, una teatrera frustrada del paupérrimo Madrid de los últimos años. Me he servido de la escritura para conversar con ella. No sé si esto cuenta como performance, pero he querido mirar allí. Aferrarme a esa forma desde el lado que, la experiencia nos dice, es inútil cruzar si se quiere un buen resultado en uno de los dos lugares, narración o escena.
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