Sincronicidades

Sirva a modo de presentación.

Un día con 16 años fui a la biblioteca municipal de Valencia. No sabía qué leer, así que comenzando por el pasillo de la Z, pasé la mano por los lomos, dejando que fuera el libro quien me eligiera a mí. Al llegar a la U, me detuve en uno que por alguna razón, me llamó la atención. La signatura correspondía a Umberto Eco. Leí la primera página: «Estoy en el cuarto de mi madre. Ahora soy yo quien vive aquí. No recuerdo cómo llegué. En una ambulancia, en todo caso en un vehículo. Me ayudaron. Yo solo no habría llegado nunca.» Esas frases bastaron. Lo cogí y me puse en la cola de Préstamo. Lo volví a abrir: en realidad el libro no era de Umberto Eco sino que era Molloy de un tal Samuel Beckett. Fui al mostrador, dije que me lo quería llevar y que estaba mal etiquetado. Me dirigí a la puerta, aturdido. Me hubiera sentado allí mismo a leerlo hasta el final pero había quedado con un amigo. Salí de la biblioteca leyendo. Creo que era la primera vez que leía mientras caminaba y ahora no recuerdo haberlo vuelto a hacer. Nunca he dejado que el semáforo se pusiera en verde y en rojo de nuevo, varias veces. No quería abandonar aquel torrente de barro pegajoso en el que me deslizaba. Al llegar a acasa de mi amigo, esperando en el portal, desee que se demorara todo lo que fuera posible para continuar con ese placer que me proporcionaba el autor desconocido. Yo llevaba un tiempo escribiendo y de pronto me di cuenta de que algo nos unía de una manera fuerte y secreta. Con el tiempo y sobre todo, en el ámbito teatral, su nombre se hizo común y generalizado en las conversaciones pero para mí siempre será aquel pequeño error, aquella casualidad, el momento sincrónico que seguramente lo cambió todo para mí.

El segundo encuentro fue cuando estaba estudiando en la universidad. Me habían regalado un taco de invitaciones para la Filmoteca y tomé como hábito ir sin saber qué película vería, dejándome sorprender y reduciendo así los márgenes del prejuicio. Estos ejercicios de azar no siempre salían bien pero aquella noche, volvió a suceder algo parecido a lo de la biblioteca. Presentaban un ciclo. Allí había dos ancianos rusos con el traductor y el director de la Filmoteca. Por las palabras de éste, parecía que era un verdadero honor tener a la pareja que había venido a propósito desde Moscú. Miré alrededor y había unas diez personas en el público. Pensé que el director al que le dedicaban el ciclo no debía ser tan importante cuando no había venido nadie. La señora, sin embargo, estaba muy agradecida y casi emocionada. Eran la hermana de Tarkovski y su marido, que había trabajado en alguna de sus películas. Tras la presentación, se apagaron las luces y pude leer un rótulo que se me quedaría tatuado en las retinas: Zerkalo.

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