Cuerpo, pájaros y una montaña desde la que mirar el cosmos. Satanás y la figura del padre congelado acompañando a unos huevos estrellados contra la pared, posteriormente fotografiados para Instagram. Una excusa para hablar del tiempo y la temporalidad, del diálogo entre la célula y las entrañas, entre lo inmenso y lo inmensamente pequeño.
El primer viaje de El Temblor se ha cocinado desde dos lugares opuestos. Tan opuestos como pueden ser los ojos de cada lector en este momento y que, felizmente, se encuentran en su singularidad. No parece sencillo mezclar la turbulencia del deseo de uno con el del Otro. Surge quizás de manera azarosa. En un mundo como el actual, los discursos cuando no van al unísono suelen parecer desmembrados, poco hechos, inservibles en la mayoría de los casos. Inesperadamente no ocurre esto aquí.
«El Título es amor» es un díptico. Según la RAE, una “pintura, grabado o relieve compuestos por dos paneles que se pueden plegar como las tapas de un libro”. Si dejáramos sólo una de las pinturas, la obra, evidentemente no estaría completa, lo que no quiere decir que ese no sea un peligro. La disparidad entre la primera parte, dirigida por Victoria Aime y la segunda, llevada a cabo por Borja López, es tan clara como lo puede ser el barroco del romanticismo. De la misma manera, si quisiéramos ahondar en el tema, cualquiera que conozca mínimamente ambos movimientos, el de la duda y el del ideal, el de la velocidad y el de la contemplación, podría apreciar la necesidad de ponerlos en diálogo, que uno no pudiera nunca definirse sin el otro.
El cuerpo, el universo y el autómata
Si leemos de izquierda a derecha, la pieza se vislumbra en un comienzo como una sucesión de imágenes con un ritmo frenético. Nada más entrar por la puerta, el cuerpo desnudo inclinado hacia sí en el centro de la escena permite al tiempo de la mirada, expectante mientras van entrando los espectadores a la sala, convertirlo en un sutil esbozo que se deshace de su condición de cuerpo. A primera vista, parece rodearse de los objetos que compondrán la dramaturgia. Unos objetos de escasa dimensión, que se manejan en esos primeros quince minutos como elementos para componer pequeñas imágenes. Cuando nos damos cuenta, estas ya han entrado en un mecanismo casi robótico, en el que esas imágenes se reproducen y se fotografían con el teléfono móvil de ese cuerpo desnudo que nos mira, al mismo tiempo que crea embalajes de regalo que finalmente estrella contra la pared.
Este modo de crear significado a través de lo mínimo acompañado del hacer del autómata (Borja López), empeñado en componer la siguiente escena moviendo cosas de aquí para allá, se interrumpe con la primera escucha de la voz del cuerpo que nos fotografía. Relacionado hasta el momento con el espectador sólo a través del silencio y la acción, inaugura un diálogo que se mantendrá hasta el final de la primera parte, entre palabras que hablan de lo inmenso y los objetos que redundan en lo materialmente nimio.
En el juego de contrastes comienza el poema que pronuncia Victoria Aime. Cómo no, inmensamente largo. ¿Su tema? La composición del universo. Las estrellas, los planetas, los quartz… Desde la célula a la galaxia de galaxias, existe una relación lingüística que funciona como una muñeca rusa. Que se compone y descompone, intentando hacer de un discurso eminentemente científico una cantinela de fondo, ya sea desde la voz en off o la de los actores, que da color y sentido al juego estético que se superpone entre imagen e imagen.
Quizás lo más interesante de ese juego quede en lo que según Aime era su primer objetivo: El deseo de hablar de las entrañas, de los órganos. Valga de muestra la escena en la que discurren la disección de un pájaro muerto, abierto en vísceras. Mientras, transcurre ese agobio divertido de la actriz comiendo pollo asado al mismo tiempo que fuma un cigarrillo. Humo y vísceras celebradas con una pequeña bengala en el cuerpo del cadáver ornitológico, atrapado por música tan barroca como Bach o el Heavy Metal.
El padre, el hijo y la montaña: Job sin soledad
Si llegara uno agotado del frenetismo de la primera parte tras el descanso, la preocupación se disipa brevemente al poco de proyectarse el vídeo de un alpinista en la pared del fondo de la sala. Dura poco esa sensación placentera del espectador de no sentirse increpado, porque aunque el ritmo escénico baje, ello no nos libera del pausado vértigo que nos propone Borja López.
El remanso del cambio de tono puede incluso parecer extraño. Donde durante toda la hora anterior había un mero autómata, encontramos ahora un sujeto. Un sujeto que habla, grita, ríe y padece. Que se relaciona con el temor de aquello que es infinitamente más grande que él, ya sea la muerte, el dolor o la inmensidad de la montaña.
Y es que, por mucho que puede parecer ya manoseado por filósofos o intelectuales, el mito de Job que el actor explica en escena, mientras el hielo y la sal humeantes, allá en la esquina del escenario, crean el contexto estético preciso, sigue entendiéndose, prácticamente, como la preocupación más acentuada del ser humano: ¿Cómo puede existir un “algo” inexplicable por lo que sufrimos? y ¿Cómo a ese “algo” apenas podemos guardarle rencor? Un padre que crea un orden simbólico que nos limita. Que poco más o menos, nos envía ese dolor a causa de un chiste absurdo. De una gracieta de mal gusto. No hay forma de salir de ahí durante todo este segundo tramo.
«En poco tiempo tendré la misma edad que mi padre» dice el actor mientras golpea con un martillo dos tablas de madera hasta hacerlas añicos. La soledad del alpinista, que ha visto a su padre congelado en el hielo con un rostro intacto, si bien no se diluye, se percibe acompañada, al contrario de lo que sucedía en la primera parte. El bloque de hielo que estaba en la esquina del escenario se pasa entre ambos cuerpos, como si de una carga se tratase. El hielo quema cuando toca la piel. También la soledad, piensa uno. Con la música de Lou Reed un poco menos. Con el tacto de los cuerpos, menos aún, se supone.
Cuando les pregunté a Victoria y a Borja por qué empezó todo este proceso me dijeron que todo venía de una serie de textos que se escribían entre ellos, como forma de intentar contar algo al otro. Hasta que llegó la pregunta: «¿Cómo hablo ahora lo que no puedo decir con palabras?». Los límites del lenguaje son patentes y si bien difícilmente uno puede ser sólo uno, la complicación más elevada es la de ser dos, es decir, un díptico.
Y es que la primera pieza de Temblor deja una sensación extraña. La de dos mundos que convergen, no se sabe muy bien por qué. Una sensación agridulce con respecto al mundo, en el que lo excesivo nos apabulla y de alguna manera nos hace sentir demasiado pequeños, demasiado flacos para aguantar tanto peso. Supongo que al igual que en la última escena de la primera parte de esta pieza, sólo nos queda una casa minúscula con la luz tenuemente encendida. Construir un espacio íntimo, donde relacionarse con el deseo de contar y que te cuenten. De entenderse, puede ser. Escuchar y ser escuchado. En definitiva, un acto de amor. Sí, definitivamente ese debería ser el título.