Searching for Sara Molina: La melancolía de Senecio entre las fauves

Diez años sin un espectáculo de Sara Molina. Quizás demasiado. Por esas cosas inexplicables que ocurren al sur de la meseta habían pasado eso, diez años. Entre medias, una década en la que prácticamente todo ha cambiado de sitio. Se le ha hecho al espectador, mientras tanto, una mirada más desconfiada, más pagada de sí misma, puede ser. “Pensar hoy es como reflexionar en medio de una explosión” dice el filósofo. Y a eso parece que ha venido de nuevo Sara. A pensar. Más bien a pensar en escena, que no es lo mismo. Si para el pensamiento se requiere cierto tempo y paciencia, para pensar en escena haría falta empatía. De otra manera, defender el teatro como espacio de reflexión pareciera, hoy en día, casi quijotesco. Pero en Senecio Ficciones, la primera obra de “Sara Molina en compañía de los hombres melancólicos” (compañía circunstancial creada entre Granada y Madrid), parece natural, como parte de una poética contrastada entre la pesadez de la reflexión y la ligereza del humor del discurso cotidiano, que como explícitamente se explica en el escenario, parecen poseer un valor fundamental para la vida. Al menos para los que dudamos de ella y de la sacralidad de su lenguaje.

Senecio es una alegoría. Un muchacho que no es muchacho. Un hombre que no es hombre. Senecio está en lo que comúnmente se denominaría como ese lugar clave en toda transición humana hacia la madurez. Hacia, definitivamente, ser. Poco tiene que ver con la edad la figura que nos trae a colación la pieza. Como nos chiva uno de los actores, Senecio es un cuadro de Paul Klee, un autorretrato, en el que el pintor suizo intentaba mostrar la mirada bicéfala de su condición: La sencilla inocencia de un ser aún joven y la tediosa sabiduría de la senectud. Como digo, no es la edad un tema central sobre el que debatir aquí. Es precisamente la ruptura entre los dos puntos lo que nos permite ver la complejidad de la imagen. ¿Quién narices se despierta pensando en que pueda definirse por una sola cosa? Jean Luc Nancy hablaba de simultaneidad. “Lo que así se presenta es un escenario en el que varios pueden decir «yo» cada uno por su cuenta, cada uno a su turno”. En este caso Molina ha puesto cinco hombres. Con ella, seis. Seis «yo», a priori. Incontables cuando comienzan a hablar.

 

Cartel de Senecio Ficciones. Foto: Sara Molina en Compañía

La melancolía no es la tristeza, Cristian

Cinco hombres esperando en una esquina. Comienza la obra y aparece un cuerpo encorsetado en fucsia con un falo blanco de papel maché entre sus brazos. Cuatro sofás y tres telones de metal. El cuerpo fucsia se sienta y nos mira. Mientras, comienzan a sonar las notas del hombre melancólico. La canción de The Moody Blues, ese grupo con irregular y, por qué no, melancólica suerte en el mundo de la industria musical, es gritada y susurrada indistintamente por los actores que se aproximan a al espectador, como queriendo contar, así de antemano, cada cuerpo propio. Consciente o no del mismo, cada uno con su propia singularidad. Una invitación a la mirada, que de forma honesta se muestra antes de comenzar. El diálogo, como no podía ser de otra manera, ya ha comenzado.

Con los cuerpos ya apoltronados en el sofá del proscenio, cambio de vestuario mediante, queda Cristian y comienzan las enseñanzas. La obra se estructuraría así. Cuatro enseñanzas, una por cada sofá y cada espacio. “Sapere aude”. Atrévete a saber. Porque Cristian quiera o no, habrá de saber algo. En algún momento. Ya sea a través de la simulación familiar, de una retahíla de obras literarias, citas, reflexiones teóricas, filósofos o psicoanalistas. A Cristian algo se le tiene que quedar. Lo que se juega en la educación del otro, del a simple vista, ingenuo Cristian, como toda la generación que lo acompaña, se entiende como exagerado.

De ahí que la primera enseñanza sea prácticamente una taladradora. La brillantez que supone poner en duda la melancolía como un valor propio, excusado de dar certezas más allá del pacto colectivo del lenguaje y su significante, exclusivo frente a la tristeza o la desgana, pasa a su vez por los-ismos y sus retazos, (colonialismo, teología, marxismo …) cada uno arrastrado al sofá de proscenio con más o menos ironía. Un constante juego con lo simbólico que se adhiere a esa incapacidad de mostrar, de enseñar de forma fehaciente algo que cae como un imposible para los oídos y sólo queda como un poso líquido para el pensamiento. Retumban así las palabras de Walser. “Aquí no se aprende nada. Aquí se aprende muy poco. Falta personal docente”. A fin de cuentas, sólo la barbarie discursiva atenta contra el silencio que provoca ese parche de quita y pon que supone el lenguaje. Y en esas están los hombres melancólicos.

Porque a todo esto, se ha de apuntar, Cristian no tiene padre. Ya no hay padre. Donde antes había tres, ahora no hay ninguno. El maniático de la escritura múltiple, el niño superdotado y el tribuno de la plebe ya poco tienen que decir. En la ausencia surgen las ideas. Parece casi paradójico, que después de este 8 de marzo, en que las calles de todo el país se inundaban de pancartas aludiendo a la muerte del patriarcado, llegara Sara Molina al Festival de otoño con cinco hombres, de los cuáles ninguno tenía el papel de padre. Ejercicios de estilo.

Terceras enseñanzas a Senecio. Foto: Sara Molina en Compañía

La ficción del arlequín

Así las cosas, las enseñanzas prosiguen. Habla Jesús Barranco directamente a Cristian y su acompañante en el sofá caracterizado de arlequín. El actor veterano dialoga con los actores jóvenes. La energía y la inocencia de uno se confronta con el pasotismo y el aire de suficiencia de ambos. De nuevo Senecio.

Lo que resulta del intento fallido en la enseñanza al joven Cristian acerca de la técnica y el entrenamiento del arlequín, su pasado y su linaje, bien podría servir para explicar algunas cosas a aquellos que durante meses discutían de lo que era o no era teatro durante la polémica de Matadero. «El teatro de la excelencia», siempre en un sentido metafórico, jadeante de técnica, de esfuerzo, de constancia, ofrece en el cuerpo de Jesús un aspecto que inspira respeto más allá de las risas provocadas por la vis cómica y el empaque de sus movimientos. Pero de ese respeto por el trabajo del actor únicamente queda la duda del «para qué». En este momento histórico parece claro que el oficio, si bien es perfectamente legítimo, sólo resulta verdaderamente interesante cuando las costuras se dejan a la vista y da paso a otra cosa. Metateatros precocinados y reflexiones sobre la escena más bien mojigatas aparte, no parece baladí hablar de ello.

La escena del arlequín precede al nudo gordiano de la pieza. En su título, recordemos, Senecio se apellidaba “Ficciones”. Mientras el arlequín sale por la puerta y recorre los alrededores de la escena, la directora para el trascurso de la obra. Hasta entonces sentada en la esquina del escenario, la aparición de Molina cambia de alguna manera la construcción de la misma. Y es que Sara no es Kantor. Su objetivo en su intervención no es el de corregir nada. Si el genio polaco intentaba constantemente rehacer el gesto del actor de turno, a la directora de Senecio parece importarle más, en este caso, atinar y repreguntar aquello que discursivamente debería tener más importancia en lo que está aconteciendo en escena. Durante estos escasos minutos de confusión, lo que era una reflexión ficcionada pasa a ser una reflexión acerca de la ficción.

Parece de justicia reconocer la lucidez de este discurso. Frente a los «adoradores de lo Real», que necesitan ver sangre para poner de relieve algo que realmente sofoque al espectador, se pone de manifiesto la imposibilidad de dejar de ficcionar. A pesar de todo, un actor mutilándose, de veras, una pierna en escena sigue siendo un personaje. A pesar de todo, «la señorita» que pasea hasta proscenio a charlar con sus actores, no deja de ser un personaje. “Ser un actor es ser ya un personaje” que diría, precisamente, Kantor.

Cadenas empalabradas: Put your body and be a man

En las terceras y cuartas enseñanzas al muchacho habría de hablársele del sexo. Del cuerpo y la pregunta impertinente de su función. Siempre sin dejar de abarcar esa dificultad por encontrar la verdad y la insuficiencia del lenguaje para tan extraña misión. Cuando los idiomas extranjeros se apoderan de la escucha, el recurso, si bien ya utilizado, se convierte en un juego para apreciar la mutación de los cuerpos que al comienzo de la obra cantaban dejándose mirar. Cuando llegamos a la cuarta enseñanza apenas queda nada de ellos. Ensamblados en el cuero de sus trajes, pegados a la piel hasta transformarles la identidad, sus palabras parecen ya otra cosa. Senecio ya no es Senecio. Y aunque la matemática sobre el amor de Badiou ejemplifique a Cristian cómo puede llegar el ser humano a calcular su capacidad de sentir, la cosa parece cada vez menos clara. El tema final acerca de la masculinidad deja aún más dudas. Habrá que refundar al hombre, parece. La pregunta sería si ese hombre es así, tan aséptico y moldeable como el tejido que moldea los cuerpos de los actores en ese momento. A lo mejor, quién sabe, algún día habrá personal docente para ello.

Al salir del teatro discutíamos en el bar cuánto de discurso político podía haber en Senecio. Ya volviendo a casa acabé pensando que Senecio, a pesar de todo, era una pieza que conseguía sobrevivir a sus contradicciones. Y que si hubiera alguna posición política con la que pudiera relacionarme sería precisamente esa. Una sociedad que sobreviva al pesar de la duda sin una violencia que la consuma. Que utilice la verborrea discursiva inherente al ser humano como forma de pactar una verdad. Sí, una. Y sí, pactar. Si no, evidentemente, no habría pieza. Quizás sin eso tampoco haya sociedad. Una verdad pactada pero en suspenso. Inacabada. Contradictoria. Que finalmente sólo sirva para eso, para sobrevivir. No es mala cosa.

Ensayo de Senecio Ficciones. Foto: Sara Molina en Compañía

Lo que sí queda claro cuando termina la pieza es que el trabajo de Molina no tiene que ver con un final cerrado, con un aplauso contundente o una comprensión idónea de lo que ocurre en su dramaturgia. Si capeásemos el temporal del teatro madrileño en la actualidad, sería evidente que su mirada es singular. Ello no es ni mejor ni peor. Simplemente distinto. A veces más acertada y a veces menos, pero con un discurso de fondo que hace de su obra algo sólido, poliédrico. Rico en aspectos donde otros no lo son tanto, la cuestión a la hora de valorar su trabajo no parece ser la de si da en la diana o no, sino hacia qué diana está apuntando.

Cabría destacar aquí que en los últimos meses, a raíz de la programación en el Festival de otoño y su vuelta al circuito profesional, se ha hablado de ella como una decana del teatro contemporáneo en España. Y me da la sensación, de que fuera aparte del ámbito marginal que, no por casualidad, suponen ciertas estéticas en este país, donde parece evidente que ha servido de referente para otros autores y personajes del mundillo, ahora protagonistas, Sara no ha sido considerada nunca decana de nada y si ahora lo fuera, la consideración llega tarde y mal. A Sara, salvo excepciones, como por desgracia a muchos otros, no le ha hecho nadie ni puto caso. Al menos en Granada. Si en su ciudad se la considerara así tendría, no sé, una calle y, puede ser,habría un festival con su nombre. De paso, en el periódico local no tendríamos a un crítico frustrado por no haber hecho su “Bodas de Sangre” particular. O, quién sabe, como mínimo (digamos que esto es meramente estructural) no se le hubieran puesto palos en las ruedas a cada proyecto o cada idea . Ya no digamos de financiarlo, o llámame loco, pagárselo cuando se lleva a cabo. Pero claro, Granada no sería Granada. Sería Avignon o vete tú a saber. A tu tierra, como a la familia, no se la elige. Es y punto. Y cuidado con lo que deseas, no vaya a ser que se cumpla.

De alguna manera, surgen otras cosas. Como la planta germina en tierra yerma, la capacidad de hacer de la adversidad virtud favorece esa agradable y contundente forma de la autora al hacerse entender «en medio de la explosión», de ese desierto de las ideas que nos quieren hacer ver que es el sur. Puede que esto sea, entre otras muchas cosas, lo que seduce de su obra. La comprensión absoluta de la existencia de un otro. Ese otro que puede no comprender un código que en ocasiones, por puro distanciamiento de lo material, de lo palpable, se impone en algunos círculos académicos y por qué no, también teatrales.

La frescura de cinco hombres de generaciones yuxtapuestas, con una experiencia teatral que va desde las tablas más profundas a los nervios del estreno, se explica por el pegamento que supone la mirada de su directora. Un clavo ardiendo del que se desgaja un discurso con una humildad incoherente con respecto al lugar desde el que habla la voz que lo pronuncia.

La primera vez que vi Senecio Ficciones, después de las horas de cortesía en el bar, ya sentado en mi propio sofá, me vino de nuevo a la cabeza: Diez años sin un espectáculo de Sara Molina. Quizás demasiado. Ojalá más. Pronto. Yo lo veo necesario.

Apuntes para la crónica de un temblor: «El Título es amor»

Cuerpo, pájaros y una montaña desde la que mirar el cosmos. Satanás y la figura del padre congelado acompañando a unos huevos estrellados contra la pared, posteriormente fotografiados para Instagram. Una excusa para hablar del tiempo y la temporalidad, del diálogo entre la célula y las entrañas, entre lo inmenso y lo inmensamente pequeño.

El primer viaje de El Temblor se ha cocinado desde dos lugares opuestos. Tan opuestos como pueden ser los ojos de cada lector en este momento y que, felizmente, se encuentran en su singularidad. No parece sencillo mezclar la turbulencia del deseo de uno con el del Otro. Surge quizás de manera azarosa. En un mundo como el actual, los discursos cuando no van al unísono suelen parecer desmembrados, poco hechos, inservibles en la mayoría de los casos. Inesperadamente no ocurre esto aquí.

«El Título es amor» es un díptico. Según la RAE, una “pintura, grabado o relieve compuestos por dos paneles que se pueden plegar como las tapas de un libro”. Si dejáramos sólo una de las pinturas, la obra, evidentemente no estaría completa, lo que no quiere decir que ese no sea un peligro. La disparidad entre la primera parte, dirigida por Victoria Aime y la segunda, llevada a cabo por Borja López, es tan clara como lo puede ser el barroco del romanticismo. De la misma manera, si quisiéramos ahondar en el tema, cualquiera que conozca mínimamente ambos movimientos, el de la duda y el del ideal, el de la velocidad y el de la contemplación, podría apreciar la necesidad de ponerlos en diálogo, que uno no pudiera nunca definirse sin el otro.

Primera parte del díptico. Foto: Sarah Cabello Schoenmakers.

El cuerpo, el universo y el autómata

Si leemos de izquierda a derecha, la pieza se vislumbra en un comienzo como una sucesión de imágenes con un ritmo frenético. Nada más entrar por la puerta, el cuerpo desnudo inclinado hacia sí en el centro de la escena permite al tiempo de la mirada, expectante mientras van entrando los espectadores a la sala, convertirlo en un sutil esbozo que se deshace de su condición de cuerpo. A primera vista, parece rodearse de los objetos que compondrán la dramaturgia. Unos objetos de escasa dimensión, que se manejan en esos primeros quince minutos como elementos para componer pequeñas imágenes. Cuando nos damos cuenta, estas ya han entrado en un mecanismo  casi robótico, en el que esas imágenes se reproducen y se fotografían con el teléfono móvil de ese cuerpo desnudo que nos mira, al mismo tiempo que crea embalajes de regalo que finalmente estrella contra la pared.

Este modo de crear significado a través de lo mínimo acompañado del hacer del autómata (Borja López), empeñado en componer la siguiente escena moviendo cosas de aquí para allá, se interrumpe con la primera escucha de la voz del cuerpo que nos fotografía. Relacionado hasta el momento con el espectador sólo a través del silencio y la acción, inaugura un diálogo que se mantendrá hasta el final de la primera parte, entre palabras que hablan de lo inmenso y los objetos que redundan en lo materialmente nimio.

En el juego de contrastes comienza el poema que pronuncia Victoria Aime.  Cómo no, inmensamente largo. ¿Su tema? La composición del universo. Las estrellas, los planetas, los quartz… Desde la célula a la galaxia de galaxias, existe una relación lingüística que funciona como una muñeca rusa. Que se compone y descompone, intentando hacer de un discurso eminentemente científico una cantinela de fondo, ya sea desde la voz en off o la de los actores, que da color y sentido al juego estético que se superpone entre imagen e imagen.

Quizás lo más interesante de ese juego quede en lo que según Aime era su primer objetivo: El deseo de hablar de las entrañas, de los órganos. Valga de muestra la escena en la que discurren la disección de un pájaro muerto, abierto en vísceras. Mientras, transcurre ese agobio divertido de la actriz comiendo pollo asado al mismo tiempo que fuma un cigarrillo. Humo y vísceras celebradas con una pequeña bengala en el cuerpo del cadáver ornitológico, atrapado por música tan barroca como Bach o el Heavy Metal.

Segunda parte del díptico. Foto: Sarah Cabello Schoenmakers.

El padre, el hijo y la montaña: Job sin soledad

Si llegara uno agotado del frenetismo de la primera parte tras el descanso, la preocupación se disipa brevemente al poco de proyectarse el vídeo de un alpinista en la pared del fondo de la sala. Dura poco esa sensación placentera del espectador de no sentirse increpado, porque aunque el ritmo escénico baje, ello no nos libera del pausado vértigo que nos propone Borja López.
El remanso del cambio de tono puede incluso parecer extraño. Donde durante toda la hora anterior había un mero autómata, encontramos ahora un sujeto. Un sujeto que habla, grita, ríe y padece. Que se relaciona con el temor de aquello que es infinitamente más grande que él, ya sea la muerte, el dolor o la inmensidad de la montaña.

Y es que, por mucho que puede parecer ya manoseado por filósofos o intelectuales, el mito de Job que el actor explica en escena, mientras el hielo y la sal humeantes, allá en la esquina del escenario, crean el contexto estético preciso, sigue entendiéndose, prácticamente, como la preocupación más acentuada del ser humano: ¿Cómo puede existir un “algo” inexplicable por lo que sufrimos? y ¿Cómo a ese “algo” apenas podemos guardarle rencor? Un padre que crea un orden simbólico que nos limita. Que poco más o menos, nos envía ese dolor a causa de un chiste absurdo. De una gracieta de mal gusto. No hay forma de salir de ahí durante todo este segundo tramo.

«En poco tiempo tendré la misma edad que mi padre» dice el actor mientras golpea con un martillo dos tablas de madera hasta hacerlas añicos. La soledad del alpinista, que ha visto a su padre congelado en el hielo con un rostro intacto, si bien no se diluye, se percibe acompañada, al contrario de lo que sucedía en la primera parte. El bloque de hielo que estaba en la esquina del escenario se pasa entre ambos cuerpos, como si de una carga se tratase. El hielo quema cuando toca la piel. También la soledad, piensa uno. Con la música de Lou Reed un poco menos. Con el tacto de los cuerpos, menos aún, se supone.

Sal en la esquina del escenario. Foto: Sarah Cabello Schoenmakers.

Cuando les pregunté a Victoria y a Borja por qué empezó todo este proceso me dijeron que todo venía de una serie de textos que se escribían entre ellos, como forma de intentar contar algo al otro. Hasta que llegó la pregunta: «¿Cómo hablo ahora lo que no puedo decir con palabras?». Los límites del lenguaje son patentes y si bien difícilmente uno puede ser sólo uno, la complicación más elevada es la de ser dos, es decir, un díptico.

Y es que la primera pieza de Temblor deja una sensación extraña. La de dos mundos que convergen, no se sabe muy bien por qué. Una sensación agridulce con respecto al mundo, en el que lo excesivo nos apabulla y de alguna manera nos hace sentir demasiado pequeños, demasiado flacos para aguantar tanto peso. Supongo que al igual que en la última escena de la primera parte de esta pieza, sólo nos queda una casa minúscula con la luz tenuemente encendida. Construir un espacio íntimo, donde relacionarse con el deseo de contar y que te cuenten. De entenderse, puede ser. Escuchar y ser escuchado. En definitiva, un acto de amor. Sí, definitivamente ese debería ser el título.