Entre el 22 y el 28 de junio, mientras de Madrid llegaban los ecos esperanzadores de ‘El lugar sin límites’, (como si este rollo de las artes escénicas se hubiera convertido en una práctica tan freak que solo pudiera existir atrincherada, una actividad de guerrilla de la que parecía que esta vez algo había ocurrido), en Barcelona pasaban cosas. Cosas diversas, tangenciales, contradictorias, complementarias, todas en comunión con algo llamado Experimental Room Festival. Una iniciativa de la performer, directora y de todo, Maria Stoyanova, que se consolida con una tercera edición. Maria se rodea de un equipo que empuja para sacar algo adelante con la fe de la manada o el hormiguero.
El resultado es una semana con trabajos diversos de artistas de trayectorias igual de irregulares, desde la de gente que está empezando a mostrarse en esto vinculada al Atelier de Maria, hasta compañías con años de trayectoria internacional, pasando incluso la participación de creadores en el limbo de la independencia, como éste que escribe. Por eso nada de esto puede ser objetivo. Tampoco hace falta más objetividad.
Vimos piezas cortas como metralla en la sala del Antic, más o menos (o nada) teatrales. Danza. Talleres en los que prima el uso de tecnología o el del paseo como meditación. Experiencias one to one, acciones en el espacio público durante 5, durante 30 horas ininterrumpidas. Piezas dentro de camiones o en una limusina que recorre la ciudad.
Al margen de la calidad o el interés de cada una de las propuestas, así como del gusto de cada cual, la experiencia es rica, claro. Sin embargo, hay algo más que se le dispara a uno mientras pasa por algo así. Me refiero al cuestionamiento de la necesidad de un festival, o casi mejor, el significado de esa palabra. Por una parte, las pequeñas ayudas institucionales para su realización se vieron muy recortadas. Gracias al esfuerzo colectivo todo se mantuvo. Pero esto es algo engañoso. Sabemos que las instituciones suelen leerlo como un ‘si recorto y el festival se mantiene, seguiré recortando’. Objetividades peligrosas.
Por otra parte, al margen de lo institucional está el significado de ‘festival’ y la oportunidad que da un encuentro aasí justo para redefinir esa palabra, para vaciarla de civilización y reapropiarnos de su sentido más silvestre.
En mi estancia en Barcelona aproveché para visitar algunos espacios. Así descubrí un centro cultural cercano al Macba con un tinerfeño como yo currándose la supervivencia. Hablamos de todo un poco. De cuidar proyectos. Del ambiente de cada sitio. De la embarcación de la Virgen del Carmen de su pueblo, esa fiesta de multitudes orgíásticas. Comparamos eso último a un festival de lo que sea. E imaginé una próxima edición. Imaginé un festival basado en el principio de no programar tanto. No ocuparse de programar. Imaginé ese tiempo vacío de propuestas escénicas y de estrés como un tiempo liberado en el calendario para celebrar unos cuantos Experimental Vermut entre pieza y pieza o al finalizar el día. Al fin y al cabo, el ánimo de celebrar es o debería ser lo que convierte a un festival en necesario. Y regocijarnos en un tiempo reservado para eso. Para mirarnos a la cara. Para contarnos qué hacemos. Para que quien va a ser o ha sido público converse con los artistas y éstos entre sí.
Al fin y al cabo, en la terraza del Antic se está muy bien con una caña y ese calor. Si los guiris van a la terraza y nosotros hacemos performances dentro, en un grupo más reducido y menos espontáneo, tal vez la fiesta se ha dislocado, tal vez lo de fuera tenga algo más de festival.
Encontrar la manera de que el próximo Experimental Room Festival gire en torno al encuentro y el diálogo más que sobre la muestra abriría un espacio nuevo y vasto para que el poder de lo pequeño floreciera en todo su esplendor. Maria Stoyanova ya sabe hacerlo bien. No puede evitarlo. Solo falta, pues, confiar en lo no programable. Desestresarse para ser capaz de lo que la hiperactividad nos niega. Formar el contenedor para que algo simplemente se derrame. Hacer con el festival lo mismo que hacen Eva Isolde Balzer y Manickam Yogeswaran. Ella, de alemania y él de Sri Lanka, juntos para recordarnos que en la narración oral, donde no se diferencia relato, sonido y movimiento, está escondido, como un dios juguetón, como el duende, esa cosa que intentamos decir cuando decimos performance y que tan poco nos sale.
Así que estaremos pendientes de lo que pueda pasar el próximo año por estas fechas en el Antic. Es posible que florezca todo lo que se ha germinado.
*Nota: Hay info de sobra en este artículo sobre el Festival, de modo que citar las piezas una por una habría sido tan ineficaz como tedioso. Los enlaces están para explorarlos. A través de ellos se llega a cada artista… y más allá…